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La novela que leen los alumnos arranca con un poema de Miguel Hernández: «Tristes guerras/ si no es amor la empresa./ Tristes. Tristes./ Tristes armas/ si no son las palabras./ Tristes. Tristes./ Tristes hombres/ si no mueren de amores./ Tristes. Tristes». Pero La Senyora no se inquieta. Probablemente no sabe quién fue/es Miguel Hernández. En la clase, los escolares se dejan atrapar por el relato conciliador de Marina Mayoral, el que, precisamente, lleva por título «Tristes Armas». Incluso los díscolos ceden ante su encanto. Y los que jamás han leído un libro descubren hoy, con ojos nuevos, el indescriptible placer de la lectura. En esos momentos La Senyora traduce del castellano al catalán (¡Uy!) su próximo discurso con la ayuda -en ocasiones peligrosa- de un corrector…

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Mayoral les cuenta, sin sectarismos cegadores, que hubo un país cainita, en una época cainita, en el que hubo una guerra civil cainita que aún proyecta sobre hoy sus estertores. Y les presenta a Harmonía y Rosa, dos hermanas que tuvieron que emigrar a Rusia en un barco gris de oscuras bodegas en las que se amontonaban niños de futuros igualmente grises… Allí -seguirá relatándoles- conocieron a León… La Senyora de seguro opinaría que esa lectura es un modo ruin de hacer política en las aulas… La Senyora no habrá leído «Tristes Armas»… Por ello, y mientras anda ahora preocupada por su estilismo, desconoce algunos fragmentos del texto: «Los hombres ponen sus ideas por encima de los sentimientos. Y se equivocan (…) Ninguna guerra vale un hijo muerto, o un padre o un marido (…) ¿Has oído hablar de Mahatma Gandhi? (…) Que no se nos olvide nunca todo el dolor que trae consigo una guerra».

Tras la lectura, los escolares -de apenas doce años- expresan sobre folios de colores (ninguno gris) lo que les ha hecho sentir la novela, esa que, contra todo pronóstico, ha arrasado, como viene haciéndolo desde hace años... Iris escribe: «Su obra es preciosa. Ojalá la historia que usted ha escrito fuera imaginaria y la gente se entendiera con palabras. En verdad, yo creo que los que tendrían que ir a clase son los adultos. Ojalá los hermanos nunca se peleasen». Iván, por su parte, señala: «Este libro se ha convertido en mi favorito: espero que nos enseñe qué tristes son las guerras». Aida comenta: «Me ha llegado al corazón y enseñado a ser mejor persona». Ana confiesa: «Tengo mucha suerte de tener una familia, juguetes y poder llorar, a diferencia de Harmonía, cuando lo necesite»… Y, así, «hasta el infinito y más allá», como diría el Buzz Lightyear de «Toy Story»… Aunque Pau ha sido el que les ha sobrecogido: «Si en una guerra me separasen de mis padres, me gustaría estar con ellos y morir antes que vivir triste toda mi vida».

En otra luminosa mañana, mientras La Senyora repasa (ahora sí) el léxico de su próxima intervención, los alumnos preparan un dossier que harán llegar a Mayoral con sus aportaciones y una fotografía del grupo. En todas sus manos anida un ejemplar de «Tristes Armas». Puede que corran cierto riesgo: el de que la imagen se interprete como un símbolo… Acompaña al envío una carta del docente en la que éste expresa su deuda para con la autora: «Gracias a su pluma saben (los escolares) quién es Miguel Hernández, comprenden el valor del lenguaje como elemento regenerador y resolutivo en los conflictos y han aprendido y asumido infinidad de lecciones éticas (…) Cincuenta y dos corazones, gracias a Harmonía y Rosa, latieron al unísono. La España, en definitiva, soñada: la no cainita, la tolerante, la fraternal».

Puede que, un día, La Senyora acabe descubriendo quién fue/es Miguel Hernández. Entonces, alarmada, creerá que todo lo que han escrito esos alumnos desde y con la inocencia es hacer política y dirigirá hacia ellos y hacia su pérfido inductor, su visceral enfado. Sus armas no serán, pero, las palabras. Por eso, las armas, las de La Senyora, serán siempre tristes, muy tristes…