Hoy me he levantado un pelín pesimista. Se me pasará (espero).
Echémosle mientras tanto, con este estimulante estado anímico, un vistazo rápido a esa pirámide en cuya base nos encontramos nosotros, los de a pié, los que aceptamos sin demasiado remordimiento que el fontanero nos haga la factura sin IVA y nos llevamos a casa bolígrafos de la oficina.
Subiendo unos peldaños, encontraremos diversas organizaciones, como los sindicatos, los partidos políticos y las administraciones, y ya sabemos que las ovejas negras que habitan estos rebaños ni son pocas, ni se conforman con llevarse a casa cuatro rotuladores o un cenicero.
Un poco por encima de ellos hallamos a los tres poderes del estado, que en principio constan como detentadores del control del timón, mientras mantienen a duras penas el tipo simulando con mayor o menor fortuna que su interés lo acapara el bien de la nación.
Pisándoles la cabeza, y animando la función, están las grandes empresas, una de cuyas actividades más gratificantes y consolidadas consiste en presionar o premiar a los gobiernos según estos atiendan mejor o peor a sus intereses. (A modo de ejemplo ilustrativo de esta ecuación podemos visualizar cómo las compañías petroleras, con la inestimable colaboración de un par de gobiernos españoles de ayer y de hoy, planean, para satisfacción de su insaciable apetito, acabar de un plumazo con nuestro idílico entorno natural balear y con nuestra mayor fuente de ingresos).
La pirámide, como vemos, se va estrechando sin que despunte todavía un alma que parezca interesada en conseguir que lo que suceda en nuestra nave sea mínimamente justo.
Finalmente, en el vértice encontramos (ahora sí, redoble de tambores) a la auténtica deidad de nuestra civilización, a quien ocupa el verdadero puente de mando: a la Banca.
Para ilustrar la enjundia de este núcleo duro del que depende en gran medida nuestro fluir, no resulta ocioso acudir a un gran icono: la Reserva Federal.
Al contrario de lo que mucha gente cree, no es este un organismo perteneciente al gobierno americano, no exactamente. Es un descomunal banco que fue creado en 1910 por un grupo de siete pavos (los entonces propietarios de los seis bancos más grandes de New York, J P Morgan, Rockefeller etc, más un senador), con el objetivo de establecer un cártel que acabara de un plumazo con la incomodidad de competir entre ellos y que además les dotara de una eficaz herramienta para diluir la competencia externa (nada muy distinto a lo que motiva al cártel de Sinaloa). Una vez elaborada la estrategia de constituirse en la máquina de fabricar dólares, se asociaron a la administración estadounidense. Cada socio recibía su premio: el gobierno disponía de liquidez para sobrepasar el presupuesto y el cártel fabricaba gratuitamente dinero, un dinero que luego regresaba, ya con valor real, a sus arcas una vez el gobierno lo inyectaba en la economía, y los receptores del cash hacían depósitos o pedían créditos a la misma banca que había accionado la manivela de imprimir billetes (por supuesto nunca más respaldados por las reservas de oro) (*) La mala noticia es que todo apunta a que el cártel continúe operativo, y no solo en EEUU, sino por todo el globo, y a que las enormes cantidades de dinero que ha acumulado en todo este tiempo no se destinen ya a adquirir yates o mansiones, de las que andan más que sobrados, sino que se inviertan en poder, comprando para ello voluntades, televisiones, periódicos, gobiernos, oposiciones, petroleras y lo que haga falta.
¿Desalentador panorama? Yo diría que bastante, pero eso no debería impedirnos plantar cara. Al menos manifestemos que no se nos cae la baba, que no nos embaucan con la palabrería de siempre. Si de verdad quiere el gobierno por ejemplo abortar las prospecciones petrolíferas, pueden hacerlo. Con las mismas herramientas con que consiguen mantener, contra toda lógica, en la calle a Matas, pueden, si quieren, desbaratar la cagada de Zapatero. Está en juego nuestra viabilidad.
(*) Si a alguien interesan los detalles de esta bella historia no tiene más que teclear en Google «The creature from Jekyll Island», de Edward Griffin