No te refieres a los buenos políticos. Pocos. Solo a los malos, legión. Los primeros tienen fecha de caducidad. Los segundos, no. Poseen éstos algo de equilibristas. Cuando pierden el escaño o la conselleria, el amo del circo siempre les encuentra nueva ocupación, independientemente de que sirvan o no para ella. Así, saltan de responsabilidad en responsabilidad. Pasan de lanzadores de cuchillos a magos con chistera (hacer desaparecer o aparecer cosas se les da especialmente bien); de hombres cañón a mujeres barbudas y de domadores de fieras a sumisos perritos para con quien dirige el cotarro. Y, de manera inmutable, ejercen de payasos. Rara vez, sin embargo, producen una sonrisa. Hubo quien hizo, de eso, profesión. Entró de jovencito en el partido, en el cotarro, diciendo sí o no a conveniencia y se especializó en genuflexiones varias. Se acomodó luego a cualquier tarea, a pesar de que su impericia provocara, en ocasiones, la muerte del trapecista. Medró. Y, bajo las lonas, consumió su vida. Cuando se les pregunta, no obstante, por su oficio, se quedan mudos, de repente, con ojos perdidos en el infinito y boca abierta. Y se inquieren: «¿Qué es realmente lo que he hecho yo de mi existencia?». Los políticos —los malos, que son legión- tienen algo de teatral. Reciben aplausos restringidos, los de sus acólitos, efectúan discursos de huecas palabras, modifican los programas de mano, mienten -pero no como los actores-, te exhortan desde una soberbia que creen escenario y, en sus funciones eternas, se auto-complacen sabiéndose cabeza de cartel o, cuando menos, telonero relevante. Pero ellos no son Santi Millán, ni su magnífico compañero, Javi Sancho. Santi ofrece lo que promete: humor. Ese humor del que estáis tan hambrientos.
Contigo mismo
Los políticos no son Santi Millán
11/02/14 0:00
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