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El descubrimiento sorpresivo de un depósito romano en el Cós de Gràcia no hizo ni pizca de gracia (je, je) a los colectivos que rodean la obra, temerosos de que su valor arqueológico les conllevara algunas semanas de retraso. La teoría del «tápalo» siempre tiene adeptos, son los que van a lo práctico y argumentan que restos como estos los hay en todas partes.

Es curioso. Menorca es quizá la isla con más historiadores por metro cuadrado del universo, se está montando alrededor de las piedras antiguas que no tumbaron las obras una candidatura para que nos pongan un matasellos que nos distinga en los mercadillos de vacaciones ajenas y se está constantemente pescando en el pasado para organizar pomposos eventos. Aún así, el depósito del Cós molesta, «tápalo». ¿Por qué? Porque no vemos el modo de sacarle el rendimiento (económico o político). Me lo decía hace poco un locuaz hombre del campo: aquí solo interesa el turismo, lo otro molesta. El interés por el legado es para muchos solo eso, puro interés.

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Cabe reconocer que buena parte de culpa de este repelús hacia todo lo protegido o protegible viene también porque en algún momento nos pasamos de frenada. Así, no pocos edificios se han visto arrastrados a la ruina por su condición más o menos justificada de catalogados, lo que pone mil trabas al inversor.

El debate entre conservación y rentabilidad es perenne. Hasta los molestos adoquines, catalogados por cierto, de la plaza Colón dividen al personal entre los que creen que merece la pena el encantador riesgo de sufrir un esguince y los que quieren que los compradores de souvenirs se deslicen suavemente hacia los comercios. La discrepancia se acepta, pero no la incongruencia de aquellos que solo veneran el pasado cuando sale a cuenta, le permite a uno lucirse en las fotos y no molesta demasiado.