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El mes pasado (11 y 12 de noviembre) se celebró en Seúl, Corea del Sur, la Cumbre del G-20, un cuerpo consultivo de máximo estatus que gestiona la economía global sin poder vinculante, de momento, sobre la colaboración fiscal y la regulación financiera. Con comienzo inicial marcado con acrimonia, donde finalmente los países desarrollados y emergentes decidieron cerrar filas y acordar un compromiso diluido que identificase los peligrosos desequilibrios fiscales, sin ofrecer por esto al mundo inversor poca prueba que la economía global estará garantizada contra el desastre económico.

La gran historia de la Cumbre fue que no hubo historia. Los Estados Unidos (EEUU) no pudieron convencer a China y Alemania de estimular sus economías domésticas y tampoco pudieron impeler a los chinos de revalorizar su moneda, el yuan, para ayudar las exportaciones desde EEUU hacia China. En final de sesión, el comunicado del G-20 demostró buenas intenciones, expresiones de futuras cooperaciones y promesas para realizar posteriores acuerdos económicos. En dicho comunicado, el G-20 acordó lo que llamaron el "Plan de Acción de Seúl", pero para mí se asimiló más a un plan de inacción, o quizá, por lo menos, a un plan de acción aplazada que se podrá analizar en la futura Cumbre a celebrar en Francia en 2011.

De no haber hablado de monedas infravalorizadas, como el yuan, y desequilibrios comerciales, hubiese sido inaceptable para el mundo occidental en general y EEUU en particular; además, el acuerdo del llamado "Consenso de Seúl", en referencia a la reestructuración del Fondo Monetario Internacional (FMI por sus siglas en inglés) fue más aparente que real. Sin embargo, la sensibilidad de las negociaciones en este tema demuestre la importancia que el G-20 manifestó por tal simbólico sentido. El ruego de sustituir el impopular "Consenso de Washington", en alusión al sistema de control monetario rígido, y la necesidad de implementar una recuperación de la maltrecha economía global liderada por el sector privado, Seúl fue una gran cumbre. Sin embargo, el final de una dominación estadounidense puede significar el comienzo de un periodo de indecisiones nacionales y regionales donde la solución de las tribulaciones económicas mundiales será más escurridiza que nunca.

Más importante todavía fue que los líderes del G-20 no pudieron llegar a un consenso para identificar y resolver los desequilibrios que amenazan la estabilidad económica mundial y se limitaron, otra vez, a posponer sus análisis hasta el próximo año.

La valoración que se asigna a lo conseguido en la Cumbre del G-20 depende, en gran medida, de con quién se habla. Mientras que algunos arguyen que la Cumbre de Seúl no puede en realidad solucionar las diferencias fundamentales diametralmente opuestas de las diferentes economías (leer EEUU vs. China), otros opinan que el progreso de dicha Cumbre debe ser medido en términos lentos y con mucha paciencia.

En palabras del Presidente Obama, el trabajo que se hizo en la Cumbre no parecerá nunca dramático, ni tampoco cambiará de inmediato las políticas mundiales, pero, poco a poco se fomentará la construcción de fuertes mecanismos internacionales e institucionales que ayudarán a la estabilización de la economía mundial, asegurará el crecimiento económico y reducirá algunas tensiones.

En conclusión, para mí, estas cumbres son partes de un continuo diálogo y relaciones entre los miembros del G-20 que intentan solucionar los problemas que se cruzan en la intersección de las finanzas internacionales, comercios internacionales y políticas. Encontrar consenso para la solución de los gravísimos desequilibrios comerciales internacionales no es tarea fácil y alcanzar su resolución será cuestión de tiempo, acentuado geométricamente con la expansión de futuros asociados.