Angela en el Paseo Marítimo de Ciutadella, cerca de donde tiene su residencia. | Josep Bagur Gomila

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La ficha

Fecha de nacimiento

— 11 de junio de 1939.

Actualmente vive en...

— Ciutadella.

Llegó a Menorca...

— Por primera vez en Semana Santa de 1960, a vivir en 1967.

Profesión

— Enfermera jubilada.

Familia

— Se casó con un menorquín. Tiene una hija, un hijo y un nieto

Su lugar favorito de la Isla es...

— La Vall o Son Saura, «depende del día».

Según ella misma comenta, fue la primera alemana que se instaló en Menorca para vivir; no conoce otra persona de su país que lleve tantos años en la Isla. Lo que ahora es habitual, encontrar extranjeros viviendo por estos lares, no lo era tanto en la década de los 60. La aventura menorquina de Angela (su nombre de adopción isleño, Antje es el que figura oficialmente en su carné) ha sobrepasado ya el medio siglo, un periodo repleto de anécdotas, vivencias e historias.


Llega por primera vez a la Isla hace 58 años. Cuéntenos cuál es su historia menorquina.

— Estaba cursando mis estudios en la Clínica de la Universidad de Fráncfort, y fue en esa ciudad donde conocí a mi novio y futuro marido, Juan Antonio Moll, que estaba trabajando en un restaurante que regentaba su cuñado alemán.

¿No vino de turista primero, como muchos otros menorquines con acento?

— No fue mi caso. Él era menorquín pero por aquel entonces vivía en Sitges y tenía previsto alquilar el Hotel Bahía en Ciutadella. Su cuñado le recomendó que para trabajar en un negocio como ese estaría bien saber idiomas para tratar con los turistas, así que fue a Alemania a trabajar seis meses en el primer restaurante español de Fráncfort. Luego, aquí fue uno de los mejores cocineros de la Isla, conocido por su caldereta de langosta, su zarzuela y la paella.

Y de allí, a vivir a Menorca.

— Sí, en una época en la que el turismo todavía no tenía mucha actividad en Balears. No había ni viajes organizados ni vuelos chárter. Había que venir con la Lufthansa y luego un vuelo tres veces por semana en avioneta, todo era muy complicado. Pero la realidad es que mi marido trajo a los primeros turistas extranjeros. Lo sé porque yo me encargaba de los contratos en una agencia de Alemania, y todos los viajes eran individuales. También trabajamos con turistas de Inglaterra y Francia. Como yo no sabía español y mi marido no hablaba bien alemán, los dos primeros años nos entendimos en francés.

¿Cómo se las fue arreglando con los idiomas?

— Para mí siempre fue importante estudiar los idiomas con una base, aprendiendo bien la gramática, no solo chapurreando. Estudiar lenguas ha sido durante muchos años mi hobby. Enseñar alemán fue una de mis principales fuentes de ingresos cuando llegué, di clases en la Escuela de Turismo, y mucha gente de Ciutadella se sentó en el sofá de mi casa en la década de los 70 para aprender el idioma.

El castellano veo que lo habla perfectamente, ¿y el menorquín?

— El menorquín lo entendía casi antes que el castellano, porque se parece mucho al francés. Lo hablo, pero mal gramaticalmente.

¿En qué momento toma la decisión de abandonar Alemania?

— Cuando conocí a mi futuro marido todavía estaba estudiando, tenía 21 años. Él se vino en verano para empezar a llevar el Hotel Bahía, yo le visitaba durante las vacaciones estivales y luego él regresaba en invierno a Alemania. Cuando terminé mis estudios vine a pasar mi primer invierno.

¿Y cómo fue la cosa?

— Fue el invierno más terrible de mi vida. Mucho frío y humedad; vivíamos en el hotel, sin calefacción. Eran otros tiempos. Es curioso porque en Alemania piensan que aquí siempre brilla el sol y hace buen tiempo. Ese invierno trabajé en una fábrica que ya no existe, pero que entonces era una de las principales firmas de calzado de la Isla y tenía unas relaciones muy estrechas con Alemania. Estaban desesperados porque no tenían una traductora, y así fue como empecé a trabajar en la Isla y a estudiar español por mi cuenta.

Y pasó el invierno.

Sí, pero no volví a pasar otro hasta que me casé, que fue en 1967. Hasta esa fecha estuvimos yendo y viniendo.

¿Cómo fue la adaptación a la vida menorquina?

— Ciutadella era casi la mitad que ahora, ha crecido mucho. Trabajando en el negocio de mi marido, que también abrió el restaurante La Cabaña, conocí mucha gente. Quien no hizo la comunión allí, se casó o celebró cualquier otra cosa, era un lugar muy conocido. Nos relacionamos con gente de todos los ámbitos, desde los pescadores a la nobleza, conocí todos los ambientes y a gente muy interesante.

¿Llegó a ejercer aquí como enfermera?

— Sí, pero mucho más tarde. En aquellos tiempos convalidar títulos era mucho más complicado, tuve muchos problemas. Me gasté un dineral en traducciones y permisos. Hoy día, todo resulta mucho más fácil. Conseguí arreglar el papeleo a finales de los años 80. Trabajé como ATS con un grupo de médicos que montaron el primer consultorio en Cala en Bosc. Buscaban una enfermera que hablara idiomas, y allí estaba yo, para mí fue ideal. Antes de eso, también tuve trabajos en recepciones de hotel, y después de separarme, en 1982, trabajé por mi cuenta en otros puestos, como oficinas de cambio de moneda, pero casi todo relacionado con el turismo. Tuve la suerte de hacer una sustitución de una puericultora en un parvulario del Consell, y gracias a ese trabajo después también pude trabajar en el psiquiátrico.

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Por lo que cuenta nunca tuvo problemas laborales.

— No, porque luché mucho. La sociedad menorquina me facilitó mucho la adaptación a la Isla. Al principio me consideraban como un bicho de otro planeta y me preguntaban sobre cosas que para mí eran completamente normales, pero nunca con una actitud de rechazo sino de conocer detalles. Cuando llegué aquí casi no había televisores en las casas, solo en los bares. No había un gran conocimiento del mundo exterior.

Vino de un lugar más desarrollado a un país en el que había una dictadura. ¿No le supuso un problema ese factor a la hora de cambiar de vida?

— Para nada. Excepto en los tiempos del colegio de mi hijo mayor, que es discapacitado, y no encontró aquí ninguna formación adecuada porque no existía, solo había una asociación para retrasados mentales más profundos, pero él es leve. Desde el principio yo me comprometí mucho con la asociación de los padres por esa causa, yo quería movilizarme y protestar en el Ayuntamiento, pero algunos me advirtieron que era mejor no hacerlo, que podía encontrar problemas al estar en una dictadura.

¿El bienestar de su hijo fue una de las causas que le llevó a volver a Alemania?

— Sí, pero eso no fue hasta 1992. Hizo cursos en el colegio y luego trabajó con su padre en un restaurante del puerto de Ciutadella. Pero cuando cerró el negocio se quedó sin trabajo, y llegamos a un momento en el que decidí que se merecía un futuro mucho más constructivo. Así que volvimos a Alemania y yo me incorporé a trabajar como enfermera en una clínica. La despedida de Menorca nos rompió el corazón, fue muy duro tanto para mi hijo como para mí. El sigue allí y está fantástico.

¿Cuánto tiempo pasó allí y qué le hizo regresar?

— Estuve diez años hasta que me jubilé y volví por la gran añoranza que tenía del lugar. Menorca era el lugar en el que más tiempo había vivido de una forma fija, ya que en Alemania durante mi infancia me moví mucho con mis padres. Sentía que Menorca era mi patria. Siento Menorca como mi patria, mucho más que Alemania. Lo que pasa es que fue difícil porque después de esos diez años la vena alemana también cogió fuerza… Fue un momento en el que me sentí un poco perdida, pero pensé que lo mejor era volver a Menorca, un lugar al que por otra parte había seguido regresando de vacaciones, siempre en Pascua por Sant Joan, muy importante, y en otoño.

Usted ha sido testigo del nacimiento y la evolución del turismo en la Isla.

— Sí, el primer turismo que acogimos en el Hotel Bahía era gente un poco especial.

¿En qué sentido?

— Gente intelectual, no existía el turismo de masas y el viaje era muy caro. Era un lujo venir aquí, pero el Bahía era un lugar muy sencillo; teníamos huéspedes a los que le gustaba mucho la naturaleza, descubrir lugares nuevos, tenían una mentalidad muy especial, diferente. Algunos venían con mochila, aunque tenían mucho dinero. Acogíamos turistas franceses e ingleses, pero la mayoría alemanes.

Luego cambió todo mucho.

— Hacia el turismo de masas, que en parte hacía falta. Al principio la Isla era muy rica y no quería el turismo, más bien lo rechazaban. El nivel de vida, y eso consta oficialmente, era el más alto de España, por la industria de calzado y bisutería. Pero luego se fue imponiendo el turismo, coincidiendo con la caída de esas industrias.

¿Qué es lo que le gusta de vivir aquí?

— El clima, el mar... Soy una gran nadadora desde pequeña. Pero lo que más me gusta es la convivencia y el contacto cercano con la gente. Siempre me ha llamado la atención la filosofía de vida menorquina, me gusta. Me gusta mucho el casco antiguo, aunque he decir que algún día me haría ilusión poder ver el Born como una plaza peatonal.

Ahora que está jubilada desde hace años, ¿a qué dedica su tiempo?

— Pues cuando regresé de Alemania todavía trabajé una temporada en el Geriátrico. Fue una experiencia fantástica, estuve allí hasta los 65 años a jornada reducida. Lo que hago ahora que tengo más tiempo es viajar casi tres meses a Alemania cada año para ver a mi hijo, al menos siempre una vez en noviembre para su cumpleaños, como en 2017 cuando cumplió 50 años. En mi tiempo libre me gusta hacer gimnasia y voy cada día a la piscina. También me gusta hacer tramos del Camí de Cavalls en excursiones con mis amigas. La verdad es que los días se pasan volando. Por otra parte, siempre me ha gustado mucho participar de la actividad cultural de la ciudad.

Tengo entendido que es una gran santjoanera.

— Sí, y aunque llegué aquí hace muchos años lo descubrí bastante tarde, ya que al principio siempre me coincidía con épocas fuertes de trabajo. El contacto que tenía entonces era porque se organizaban bailes y cenas elegantísimas por Sant Joan, cosas que ahora ya no se hacen. Esa parte de la fiesta sí que la viví, aunque no la de a pie de calle, en el pueblo. Pero luego lo descubrí bien, mi gran amor por Sant Joan comenzó en los años 80. Me parecía una fiesta de mucha amistad y muy bonita, me gustó la convivencia de la gente durante esos días.

En resumen, ¿qué ha supuesto Menorca en su vida?

— Menorca me ha compensado en cierto modo con la paz y la tranquilidad de mi interior, no sé muy bien como expresarlo. Yo nací antes de la Segunda Guerra Mundial, nuestra vida era muy turbulenta, vivimos en muchas ciudades; la más importante de ellas fue Heidelberg, donde cursé el colegio elemental y los primeros años de instituto, es donde ahora vive mi hijo. Esa ciudad es mi casa en Alemania. Recuerdo una infancia muy bonita, llena de deporte y de música, que es otra de mis grandes pasiones.