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João nació hace 15 años en una de las favelas más extensas y pobladas de Brasil: Rocinha. Situada en la zona sur de Río de Janeiro alberga entre 56.000 y 250.000 habitantes, cifra que oscila no porque unos días haya más personas que otros, sino que lo hace dependiendo de la fuente que se consulte: el censo oficial, el de la compañía eléctrica o el de los propios habitantes. Sin duda es un lugar extenso y poblado que se expande sobre la ladera de una de las colinas que rodean la ciudad del Cristo Redentor.

Los padres de João decidieron abandonar su pueblo natal para poder ofrecer un futuro mejor a la familia que habían decidido formar. Se instalaron en Rocinha porque su padre tenía una prima lejana que les acogió. Cuando la esperanza de encontrar un trabajo lícito estaba prácticamente extinguida y sus ahorros se estaban acabando tuvieron la suerte de conseguir empleo en una mansión. Ella de sirvienta y él de jardinero.

Unos meses después alquilaron una casita y, en una de esas noches inundadas de la felicidad que les proporcionaba el hecho de tener un nuevo hogar, engendraron a João.

João nació sano y bonito. Era un niño afortunado, no porque tuviera muchas cosas materiales ni porque viviera en un lugar pacífico y hermoso. No, ése no era el caso. Era un niño afortunado porque sus padres le querían y le estaban educando lo mejor que podían. Además tenía muchos amigos con los que jugar en la calle y aunque sabía que en el mundo había lugares mejores que Rocinha, él se sentía feliz y contento de vivir allí con su familia.

Todo cambió en la primavera de 2004. Durante una semana se produjeron duros enfrentamientos entre el Comando Vermelho, los Amigos dos Amigos y la policía. Las dos bandas se disputaban el control de la zona y el barrio se paralizó, los colegios cerraron y aquellos que pudieron se encerraron en casa. Los padres de João no gozaron de ese privilegio, debían acudir a la mansión cada día. Una mañana sin poder evitarlo se encontraron en el epicentro de un tiroteo. Aunque su padre hizo todo lo posible para proteger a su esposa no pudo impedir que la madre de João muriera víctima del fuego cruzado entre las bandas y la policía.

La vida de João evidentemente cambió, el dolor que sentía superaba los límites de la comprensión de un chaval de nueve años. Su padre perdió el empleo. Los señores de la mansión consideraron que si su mujer había muerto en un tiroteo debía ser porque estaban involucrados en algún negocio relacionado con el tráfico de drogas y lo despidieron. El padre se desesperó, pero un vecino le recomendó en la fábrica en la que trabajaba y le contrataron.

Tenía que trabajar muchas horas así que João empezó a pasar más tiempo solo. El odio que sentía hacia los asesinos de su madre era cada vez mayor. Con algunas maderas, unos clavos y un poco de pintura construyó una pistola con la que "jugaba" a vengar la muerte de su madre. Se escondía por las callejuelas y buscaba narcos para "matarlos". Un día le descubrieron, les hizo mucha gracia y le dejaron disparar con una pistola de verdad. Estuvo a punto de matar a quien le había prestado la pistola, pero tuvo miedo, pensó que debía practicar un poco más.

Se obsesionó, dejó de jugar a futbol con sus amigos y empezó a suspender en el colegio. Su padre no podía prestarle mucha atención y no se dio cuenta de todo esto. Un día João andaba siguiendo a un narco con su pistola de madera y, sin querer, topó con un señor que tenía cara de buena persona. Ese señor se presentó, se llamaba Lino dos Santos Filho y le dijo que esa pistola que llevaba estaba muy bien hecha. João, sin darse cuenta, le explicó su historia a ese agradable señor que seguramente supo hacerle las preguntas adecuadas en el instante preciso. Después de charlar largo y tendido Lino le pidió que le acompañara a un hermoso lugar.

Cuando llegaron a João le encantó. Estaba lleno niños, algunos absortos en sus tareas escolares y otros pintando y haciendo manualidades. Le apeteció quedarse. Estaba casi sentado cuando Tio Lino –que era como le llamaban los muchachos– lo detuvo y le señaló un mural que presidía una de las paredes. João leyó: "Troque uma arma por um pincel".

Mientras Tio Lino destruía la pistola de madera a martillazos a él se le escapó una lágrima. Sentía que estaba renunciando a vengar la muerte de su madre.
–Tu madre estaría muy orgullosa de ti– le dijo como si le hubiera leído el pensamiento–, anda dibújale algo para que pueda verlo desde el cielo– le propuso mientras le daba un pincel.

João ahora tiene quince años y ayuda a Tio Lino con los más pequeños. A veces ve a niños con pistolas por las calles y le entristece enormemente pensar qué habría sido de él si no hubiera tropezado con ese afable señor.

Rocinha no es un lugar perfecto, pero cada día son más las personas que como Tio Lino –un personaje real y comprometido– luchan por hacer de su barrio un lugar mejor. João – un personaje ficticio, pero probable– se siente orgulloso de haber nacido aquí y le satisface saber que él ha colaborado en engrosar las estadísticas que denotan que en Rocinha se está consiguiendo avanzar hacia un futuro esperanzador.