Pasaron los años y las «experiencias de lujo» se fueron imponiendo al tamaño de las habitaciones o a las estrellas de los restaurantes. No bastaba con comer y beber bien, sino que era necesario un tema que sirviera de hilo conductor: las habitaciones debían incluir jacuzzi y piscina y el viaje se debía hacer en avión privado.
En el mar, los yates fueron creciendo de tamaño al tiempo que disminuía la cuenta corriente de los propietarios sin que a los emires del Golfo o, hasta hace poco, a los plutócratas rusos pareciera importarles. Más modestamente los amantes pudientes de los cruceros ya no se encontraban a gusto compartiendo espacio con otras miles de personas y se empiezan a esconder en yates más exclusivos para un centenar de personas gestionados por los expertos de las cadenas hoteleras más lujosas como Aman. Por 30.000 euros el que lo desee puede pasar una semana a bordo.
Parecía que el nuevo formato se había establecido, pero llegó la pandemia que aceleró, una vez terminada, una tendencia que no había podido explotar: a los ricos de verdad, que además se han hecho más ricos estos últimos años, ya no les interesa el aspecto físico de los hoteles o la comida de los restaurantes, ni siquiera el servicio. Ahora lo que importa es la exclusividad: algo que solamente los ricos de verdad puedan tener, no algo que esté al alcance de los que tienen unas docenas de millones.
Los viajes a la Antártida alojándose en tiendas de campaña y sufriendo los rigores climatológicos a cambio de soledad en la inmensidad del hielo -a partir de los 70.000 euros-, el viaje espacial -unos 200.000- o el más imponente de los conocidos hasta ahora: el viaje a las profundidades del mar por 500.000 y en algún caso, la experiencia última. Seguro que hay otros que son secretos, lo que permite cobrar un extra.
Todos tienen en común el lujo de la incomodidad y algunos el de la falta de espacio y es que los ricos de verdad no son blandengues, sino gente dura que disfruta del turismo de lujo allí donde otros solo ven sufrimiento.
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