En la barriada donde vive, oculta entre los muelles del puerto comercial de Manila, e inapreciable desde la carretera que bordea la contaminada costa de la urbe por donde se accede, unas 120.000 personas malviven y duermen estrechamente enlatadas en frágiles chabolas. Irónicamente, esta «ciudad» que se levanta sobre montañas de desechos recibe el nombre de «Happyland» (tierra feliz, en inglés).
El intenso hedor abofetea al visitante nada más entrar: bajo un sol que no da tregua y una humedad asfixiante, la basura encuentra aquí su ecosistema ideal para impregnarlo todo con un pesado y penetrante olor fétido que desaconseja seguir caminando. Las angostas calles, en su mayoría de menos de un metro de ancho, albergan cientos de chamizos cuyas lindes son a menudo recipientes desechados enterrados bajo el barro. En ellas, muchos de sus habitantes trabajan con la basura: algunos separando plásticos; otros, cartones; y unos pocos reciclan piezas de metal.
Otros vecinos, como Roweno Cabuluc, son «recolectores de 'pagpag'» cuya jornada comienza de madrugada visitando restaurantes y cadenas de comida rápida que le dan los desperdicios del día en grandes bolsas de plástico. Cabuluc vuelve, ya al amanecer, a las calles de Happyland, donde rescata los restos masticados de comida y huesos en un recipiente y separa trozos intactos de pollo que algún comensal anónimo ha despreciado, las piezas más codiciadas y difíciles de encontrar.
Tras la primera ronda de clasificación de los desperdicios cárnicos, Cabuluc entrega la comida reciclada a Evelyn Blasorca, que los limpia y los hierve, para después preparar con ellos dos variedades de «pagpag»: una carne es refrita con harina y la otra, adobada y condimentada con cebollas, verduras y especias, que luego va acompañada de una salsa. «En Happyland todo el mundo come 'pagpag', hay sitios que lo preparan mejor y otros peor, pero en general gusta a todo el mundo», explica Jay Carriel, un joven de 27 años que vende plástico desde hace siete.
Con la inflación desatada desde la invasión rusa de Ucrania, cercana ahora al 8 %, el «pagpag» es cada día más recurrente entre los vecinos de Happyland y los de Tondo, el distrito que engloba Happyland y otros poblados chabolistas en la costa de Manila, y cuya población estimada ronda unas 630.000 personas según el censo oficial. Con el precio de las cebollas que alcanzó durante la pasada Navidad los 700 pesos el kilo (12,70 dólares) en los mercados, tres veces más que en países ricos como Suiza o Dinamarca, los vendedores de «pagpag» debieron ingeniárselas para mantener las raciones oscilando entre los 25 y 30 pesos filipinos (0,40 céntimos de euro).
«Estoy vendiendo cada vez más 'pagpag', estoy contenta», cuenta Blasorca, quien relata que después del período más duro de la pandemia hubo momentos de menores ventas, pero el encarecimiento de los alimentos ha vuelto a aumentar sus ingresos, ya que la gente evita comprar en el mercado con mayor frecuencia. Algunos recolectores de «pagpag», sin embargo, se sienten incómodos al ser preguntados por el proceso de selección de la carne consumida, ya que dentro de las bolsas de plástico que acumulan la desechos puede verse el logo de las dos grandes cadenas de comida rápida del país, que «donan» los desperdicios a estos jornaleros de basura.
«Creen que estos restaurantes se enfadarán si salen en la prensa como suministradores de carne masticada», aclara Jay Rey, trabajador de Melissa Pearls, una asociación que prepara comidas gratuitas para niños y adultos de Happyland, conectando a menudo empresas que desean publicitar eventos de Responsabilidad Social Corporativa (RSC) con los más necesitados. «Por lo menos nosotros preparamos comida fresca, y no comen 'pagpag' todo el día», relata Rey. «Pero aquí la gente no enferma, tienen el estómago duro», añade. No obstante, el consumo constante de «pagpag» para los niños puede generar falta de crecimiento y malnutrición, así como Hepatitis A, diarrea y cólera, según recuerda la Comisión Nacional Antipobreza de Filipinas.
2 comentarios
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... es un viejo proverbio de Calderón de la Barca... Cuentan de un sabio que un día tan pobre y mísero estaba, que sólo se sustentaba de unas hierbas que cogía. ¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo?; y cuando el rostro volvió halló la respuesta, viendo que otro sabio iba cogiendo las hierbas que él arrojó.
Ya nos habéis colado lo de los bichos...ahora pretendéis que hagamos esto? Aunque viendo el panorama, basta que lo diga Antonio para que la gente salga a aplaudir