Este miércoles, AR transmitía en su cara que había llegado una noticia que escondía incertidumbre para los numerosos programas que su productora, Unicorn, ha ido sumando en la parrilla de Telecinco. Un canal que ha pasado de ser la televisión que más ruido hacía a una preocupante indiferencia social.
Alberto Carullo ya es el nuevo director de contenidos de Telecinco y ha arrancado su mandato por la decisión más complicada: retirar a la "reina" del canal, Ana Rosa Quintana, de unas tardes que demandan cambios profundos. Más aún vistos los rendimientos de audiencia de estas semanas. Más todavía si se confirma el rumor de que parte de los de Sálvame están coqueteando con las tardes de La 1 de TVE.
Quitando a Ana Rosa Quintana de esa franja, la propia Ana Rosa Quintana se libra de una batalla de titulares y se la recupera allá donde lideró durante casi dos décadas: en la mañana. Un magacín matinal en el que además funciona mejor la política en la que ella puede editorializar. Sin embargo, la televisión ni siquiera es ya como hace dos años. La vida no se puede rebobinar como una película. Aunque las matinés sí que van a ser más tranquilas para Quintana. Incluso algunos quizá ni se hayan percatado de que se fue a las tardes. Con esos datos de audiencia...
Así Telecinco deshace a toda velocidad una arriesgada decisión: intentar duplicar en la tarde el programa que funcionaba en la mañana. Un cambio que olvidó uno de los sustentos del éxito de la cadena: el contrapunto constante de diversidad de rostros, pensamientos y miradas. Ahora está Ana Rosa Quintana y, en el resto de las horas, gente disfrazada de elegante para emular a Ana Rosa Quintana. Cuando el triunfo de Mediaset en España es que era un lugar de acogida a la alegría de la gente de los barrios. Todos los barrios. De los pijos a los extrarradios. La cadena ejercía un intercambio generacional social que acompañaba en directo horas y horas con un trajín de programas y comunicadores que proyectaba la sensación de que cabíamos todos. Aunque solo fuera apariencia. Toñi Moreno, Jesús Vázquez, Carlota Corredera, Jorge Javier Vázquez, Sandra Barneda, Pedro Piqueras, Jordi González, Emma García, Màxim Huerta, María Patiño... Sin olvidar a las dos más grandes, María Teresa Campos y Mercedes Milá, en los años dorados del canal. Había profesionales de todo tipo, clase y físico. El carisma importaba más que la normatividad física.
Hoy es difícil diferenciar quién presenta qué. Todos van de gala. Les dijeron que querían ser una televisión familiar, pero se han quedado en aquella imagen de familia que se obsesiona en aparentar y, al final, no transmite felicidad. Lo contrario que siempre fue Telecinco, el canal que daba la sensación de que te acogía fueras como fueras, sin pretensión de reducirse a una forma de familia como predicó algún spot que intentó vender la imagen del canal. Era la cadena de Los Serrano, de 7 vidas, de Aída. Es más, Telecinco era el canal referente que entretenía a tantos que ven la tele solos.
Pero aún está a tiempo de recuperar la identidad perdida. Alberto Carullo conoce bien la historia de la cadena y también sus errores. Una tele generalista necesita diversidad de contenidos para llegar a públicos amplios. Eso que le fue faltando cada vez más a Telecinco en la era de Paolo Vasile y terminó por esfumarse con la pérdida de Pasapalabra que ejercía de bisagra diaria en el canal.
Otro obstáculo es que el corazón que fue materia prima durante tantos años de Mediaset ya no funciona como antes. Encima el cotilleo tampoco ayuda a reciclar la imagen del canal a tono con los nuevos tiempos. Menos aún si se basa en la agresividad. Necesitan dar la vuelta al marcador volviendo a una programación ordenada en torno a una reconocible pluralidad de miradas y, a la vez, relativizando el ruido del choque del reality, que ya no atrae como antes. Empieza un dominó de decisiones. E igual el transparente rostro de Ana Rosa dando la noticia de su fin en las tardes sea una pista del futuro que necesita el canal: más autores que se le ve venir, menos personas intentando no defraudar las expectativas ajenas. O expectativas italianas, cuando España se parece menos a Italia de lo que pensaba Berlusconi.
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