El gran aparato mediático montado en torno a la herencia de Francisco Rivera Paquirri han devuelto a la actualidad la figura del recordado diestro de Barbate (Cádiz) que fue mucho, muchísimo más que el padre, hermano o esposo de una saga que ahora se tira los trastos a la cabeza delante de las cámaras.
La piedra de toque se situaría en torno a unos trajes, cabezas de toros y utensilios de torear concretos que, según el testimonio de su tercer hijo, Kiko Rivera, permanecerían aún en la célebre finca Cantora de Medina Sidonia.
Dichos vestidos pertenecerían a los hermanos Francisco y Cayetano Rivera Ordóñez según la partición hecha en su día, pero Isabel Pantoja, viuda del torero, nunca los entregó a los hijos mayores de su difunto marido.
Esta polémica ha situado a Paquirri en el ojo del huracán de la crónica rosa 36 años después de su trágica muerte en Pozoblanco (Córdoba) pero, más allá de la polvareda mediática, hay que situar al diestro gaditano como lo que fue: un gran torero, además de uno de los personajes más conocidos de la España de los años 70 y primeros 80 del pasado siglo XX.
Nacido en un medio humilde, escaló desde lo más bajo hasta alcanzar la primera fila de su profesión y codearse con los más grandes. Su primer matrimonio con Carmina Ordóñez, el divorcio posterior, sus cuitas sentimentales y finalmente la boda con Isabel Pantoja le convirtieron en un personaje popular y carne del papel couché. Pero esa popularidad estaba apoyada, sobre todo y ante todo, en su primacía profesional y taurina.
Paquirri llegó a la cima partiendo de la nada, apoyado en una indeclinable voluntad de ser. Había nacido en 1948 en una casita, casi una choza, sin luz ni agua junto al arroyo Cachón, en Zahara de los Atunes (Barbate). Aún era muy pequeño cuando Antonio Rivera, su padre, accedió a la conserjería del matadero de Barbate, escenario de sus primeros escarceos taurinos emulando a su hermano José, Riverita, que también quería ser torero.
Entre su presentación en una herrumbrosa portátil montada en Barbate y su primer conato de alternativa –truncada por una cornada- solo pasaron cuatro años en los que Paquirri devino en el novillero de moda. Finalmente se convirtió en matador en Barcelona el 11 de agosto de 1966 manos de Paco Camino que le cedió un toro de Urquijo.
Pero Paquirri se encontró, de pronto, en medio de la impresionante baraja de estrellas de los años 60. Había que plantar cara a los colosos, encontrar su propio camino. Manolo Camará, su apoderado, supo moldear aquel diamante en bruto a pesar de las dudas. "Aprende a ser yunque para cuando seas martillo" fue la célebre frase que el legendario apoderado cordobés grabó en el subconsciente de su torero que la colocó, pintada en azulejos, en Cantora.
Paquirri, precisamente, hizo de su exhaustiva preparación física, taurina y mental recluido en la célebre finca un modelo para los toreros jóvenes y las nuevas generaciones, que hicieron suyos, adoptándolos como peaje del triunfo, los sacrificios del torero de Barbate en su camino a la cumbre.
Francisco Rivera era una joven figura que navegaba con desenvoltura por las ferias en la bisagra de las décadas de los 60 y 70. Pero aún le quedaba dar el definitivo paso, pasar esa raya diferencial que lo igualara a los grandes maestros. Lo consiguió, definitivamente, en 1971. Comenzaba su propia era.
La década de los 70 marca la plenitud profesional de Paquirri, que el 24 de mayo de 1979 alcanzaría en Madrid su consagración definitiva como gran maestro del toreo cuajando de cabo a rabo al célebre toro Buenasuerte, marcado con el hierro de Torrestrella, su ganadería predilecta. La fecha se puede marcar como cénit taurino de Paquirri que cubrió aquel año la mejor temporada de su vida.
Aún le quedaba un último gran hito en su carrera: su salida a hombros por la Puerta del Príncipe de la Maestranza de Sevilla, el 28 de abril de 1981. Cortó tres orejas, arrasó con todos los premios... Pero, dos días después y en esa misma feria, sufrió una brutal voltereta al recibir a portagayola a otro ejemplar de Torrestrella que iba a quebrar para siempre su regularidad. La guerra del toreo había acabado para él. El torero daba paso al famoso.
Dos años después, en la primavera de 1983, llegaba el matrimonio con Isabel Pantoja. Pero el reloj ya estaba en marcha. La temporada de 1984 se había planteado como una recogida de los muchos frutos sembrados a lo largo de dos décadas de oficio. El torero ya barruntaba su retirada para 1986, en coincidencia con el vigésimo aniversario de su alternativa como matador, pero el destino estaba escrito en Pozoblanco.
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