Amparado en la clemencia que le supongo, amable lector, me animo hoy a filosofar. A pesar de que no obtuve buenas notas en la materia (en mis tiempos bachilleres, aunque poco, se estudiaba a Platón y otras criaturas cavilantes), no se me daba del todo mal la lógica. Esto último me sirve de coartada para reflexionar en voz alta sobre el ‘sentido común’.
Mi apuesta pseudo filosófica va a ser que, en ausencia de garantía absoluta de conocer la verdad, es mejor fiarse del sentido común que de los eslóganes que aparecen en las pancartas de las sectas.
Acontecen hoy cosas que van tan en contra de la razón que resulta desconcertante que cuenten con el aplauso del respetable, de muchos medios de comunicación y de tertulianos varios.
Es conocido por la neurociencia lo doloroso que le resulta al cerebro cuestionar una creencia arraigada. Si la realidad demuestra que el titular de ese cerebro está equivocado, lo más comprobado estadísticamente es que ese sujeto negará o tergiversará los hechos.
Pondré un ejemplo de algo que tiene toda la pinta de resultar poco sensato:
Una persona muy cercana compró hace tiempo, en previsión de su esperable jubilación una segunda vivienda, hipotecándose a tal efecto por veinticinco años. No ganaba mucho dinero, pero, no siendo derrochador, pudo con ello. Hoy día, la cruda realidad le ha dado la razón: se ha jubilado y su pensión le reporta 300€ (esta cifra ridícula se debe a que, siendo autónomo, no cotizó el período exigido para cobrar una pensión completa). Puso en alquiler esta segunda vivienda para ayudarse con la hipoteca, pero al percibir renta proveniente de esta fuente pierde el derecho a ampliar los 300€ a una suma superior que se ofrece en otras casuísticas.
Sucedió que el inquilino dejó de pagar. El propietario tardó un año en recuperar su vivienda (que quedó, por cierto, en bastante mal estado tras recibir un trato negligente).Tuvo suerte: hoy día podría haber tardado cinco años. Las leyes actuales permiten que esto suceda. El sentido común me dice que ello no debería ser así, que esa ley es estúpida y sería bueno cambiarla.
No pocos individuos sin embargo, siendo fieles a una creencia concreta instalada en cierto corpus ideológico que no están dispuestos a cuestionar, encuentran esta ley idónea. Para cambiar esta forma de pensar bastaría quizás con que heredaran una casa (les doy el pésame en ese caso) y quisieran alquilarla para complementar sus ingresos. Esta paradoja se explica posiblemente por otra ley universal que reza: «aquello que afecta al prójimo no ha de medirse con el mismo rasero que lo que le afecta a uno mismo».
En otro orden de cosas, pensemos ahora en el significado de un mitin político. Un individuo se sube al estrado a recitar un cúmulo de consignas elaboradas en el departamento de comunicación de su partido, habitualmente tendenciosas, mendaces, traídas por los pelos, contradictorias de mensajes lanzados con anterioridad y carentes a menudo de utilidad alguna. En un momento dado el tono del orador va subiendo decibelios, indicando con ello que el público asistente (que viene ya entregado de serie) debe empezar a aplaudir, y que ha de intensificar el aplauso a medida que el orador exhiba más entusiasmo, hasta que provisionalmente calle. Es entonces cuando el respetable puede (y debe) irrumpir en gritos que refuercen las consignas mientras agita los banderines que identifican al grupo.
Toda la escena me parece extremadamente penosa. Especialmente si atendemos al grupo de asistentes premiados por su fidelidad con el privilegio de ocupar la zona a espaldas del amado líder, ya que tendrán buen plano en la tele, mostrando su euforia a modo de garantía de que lo que allí ocurre es ideal.
Otro ejemplo (hay muchos, pero no tengo espacio en la columna) de inconsistencia (atentado contra el sentido común), lo tenemos en las sesiones de control al gobierno: parece bastante inútil un formato en el que uno hace preguntas sobre un tema concreto ‘A’, y el interpelado le responde con un ataque personal, seguido de una conferencia sobre el tema ‘Z’.
¿Seremos tan idiotas como parece?