Subí al taxi con la prisa de quien llega tarde a una cita, pero también con la serenidad de quien se sabe en casa. Apenas cerré la puerta, saludé al taxista con un bon dia. No esperaba que aquel gesto tan cotidiano despertara en él una emoción tan genuina. Se giró un instante, con una sonrisa que le iluminó el rostro. «Ets el primer client en dos mesos que em parla en mallorquí!», me dijo, con una mezcla de alegría y sorpresa. Me quedé mirándolo, intentando procesar lo que acababa de decir. Dos meses sin que nadie le dirigiera la palabra en nuestra lengua. En nuestra isla. En nuestra tierra.
—No ho puc creure… —respondí, casi sin pensar.
Él asintió con la cabeza y, mientras maniobraba para salir al tráfico, empezó a explicarme. Me contó que cada vez más gente le hablaba directamente en castellano, incluso aquellos que él sabía que eran de aquí, de sempre. Que a veces lo hacían sin darse cuenta, por costumbre. Que otras veces, cuando respondía en mallorquín, su interlocutor cambiaba al instante al castellano, como si la conversación en nuestra lengua tuviera que ser una excepción.
—És trist, però és així. A poc a poc, anam desapareixent…
Yo negué con la cabeza. No, no podemos desaparecer. No si seguimos hablando, si seguimos llamando las cosas por su nombre, si seguimos saludándonos con el bon dia de siempre, con esa calidez que nos distingue.
Seguimos conversando durante el trayecto, como dos desconocidos que, en realidad, compartían un mismo hogar. Me habló de su infancia en un pueblo del interior, de sus abuelos que solo hablaban mallorquín. «Abans era impensable que entre mallorquins no ens xerràssim en mallorquí», me dijo, y sus palabras resonaron en mi cabeza mucho después de haberme bajado del taxi.
Al llegar a mi destino, le pagué y le di las gracias, como quien quiere regalar un instante de pertenencia en medio de la rutina.
Me alejé pensando en lo que acababa de pasar. En cómo, sin darnos cuenta, los pequeños gestos son los que nos mantienen vivos. Que hablar nuestra lengua no es solo una costumbre, sino un acto de resistencia. Y que, en un mundo que cambia demasiado rápido, hay cosas que merecen quedarse.