Hace algunos años publicaba un artículo titulado «¡Progres del mundo, uníos!» («El País» 5-3-2017), en el que, en pleno auge del neoliberalismo, se reivindicaba el Estado de Bienestar que había proporcionado a Europa la época de mayor paz y prosperidad de su historia. Era el desideratum de aquellos lejanos tiempos primaverales en los que lucíamos greñas y melenita, llevábamos trenca, leíamos «Triunfo» y «Cuadernos para el diálogo», y cambiábamos la misa dominical por el cine de arte y ensayo, mientras mirábamos de reojo hacia el palacio del Pardo a ver si se apagaba de una vez la dichosa lucecita de nuestros rigores.
Cumplimentado el hecho biológico y superados los primeros miedos a la libertad nos zambullimos alegremente en aquel mítico período que vino en llamarse de la Transición, donde todas las ilusiones se encauzaron hacia un único río de optimismo, luminosidad y confianza en el nuevo mundo que se abría ante nosotros, niños de la posguerra, acostumbrados a la oscuridad y caspa de una sociedad retrógrada. Por fin y no sin dificultades fuimos asumiendo los usos y normas europeos que eran los de los llamados «progres», es decir, nosotros, y lo éramos ya de forma natural, como carta de naturaleza ciudadana.
Ahora resulta que, sin apenas darnos cuenta, aquellos progres un tanto adanistas se fueron convirtiendo en otra cosa llamada «cultura woke», que por lo visto engloba una serie de variopintas peculiaridades de las que dio cuenta en el Congreso el siempre mordaz y a veces ingenioso diputado Gabriel Rufián tal y como recordaba recientemente Eva Güimil en el mismo periódico. La emergencia climática es woke, la igualdad es woke, los derechos Lgtbiq+ son woke, Europa es woke, la ONU es woke, pagar impuestos es woke, criticar a Franco es woke…». Al parecer, todo ello serían facetas de lo que ha venido en llamarse «batalla cultural», una especie de campaña, no militar por supuesto, pero sí aguerrida, que ha emprendido la derecha contra un peligroso enemigo, como es la pretendida «superioridad moral de la izquierda», basada en unos fines más sociales de la acción política por parte de la progresía de siempre, hoy ominosamente woke.
Los observadores no especialmente sesgados habían empezado a notar cosas raras mientras iba emergiendo el llamado tea party en la política norteamericana, un movimiento fiscalmente conservador, filosóficamente originalista, es decir, de vuelta a la aldea originaria, antecedente claro del movimiento MAGA que tantos frutos de poder está dando al partido trumpista (antes republicano), a través de propuestas simples y grotescas como el resort de Gaza o la emblemática motosierra de su corifeo internacional Milei, presidente de Argentina, más papista que el propio Papa de Washington, aunque igual de bronquista y marrullero.
Así que nada es lo que parecía. Los progres dejaron de serlo para hacerse woke, mientras la derecha tradicional pasaba a ser simplemente liberal, es decir, más enemiga del Estado compensador que nunca y, por tanto, de Europa y sus normas. El fenómeno fue tomando forma hasta que con la eclosión del magnate de la Quinta Avenida alcanzó su máximo esplendor, con una dimensión supranacional que va ganando terreno aceleradamente en el tablero sociopolítico mundial. Es el triunfo (¿definitivo?) de la sociedad ultraliberal en la que los hasta ahora acreditados checks and balances (balances y contrapesos) no funcionan o lo hacen de forma timorata, como en el propio caso del asalto al Congreso norteamericano propiciado por Donald Trump, quien debería haber acabado con sus huesos en prisión, en vez de en la Casa Blanca.
La fascinación por la figura del líder liberal que tira p’alante, como nuestra inefable señora Ayuso, es un fenómeno altamente tóxico que afecta con especial virulencia a la juventud como demuestran las más recientes encuestas en las que se advierte su creciente desapego por la democracia tradicional y su aceptación de formas más autoritarias para resolver problemas. Sería la mutación del conservadurismo clásico en una especie de anarquismo de derechas que amenaza con derribar la sociedad de normas (los impuestos entre ellas) que tanto ha costado levantar. Esta tentación anarcoide llevada al terreno internacional es doblemente peligrosa, además de aterradora.