Avisos para navegantes

El telegrama que provocó guerras

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No cabe duda de que la gran damnificada de los conflictos bélicos es siempre, a fin de cuentas, la población civil. Por eso no resulta imprudente que se muestre más bien cicatera en su indignación cuando a sus líderes les da por tocar a rebato; especialmente, cuando estos líderes no cuentan con una mayoría, digamos, abrumadora y representan la voluntad de una coalición accidental de intereses en abierta confrontación con sus presuntos oponentes.

Los civiles acaban siendo las víctimas propiciatorias en el altar de la guerra, e, igual que cada día tiene su afán, cada época tiene sus propias modernidades e inventos que participan en el desgraciado proceso de la indignación popular que culmina en matanzas y atrocidades. Sólo la falta de memoria que permiten los largos períodos de paz facilita ese alegre tropezar una y otra vez con la misma piedra al son de ritmos marciales.

El gobierno provisional, encabezado por el general Don Juan Prim y Prats, que asumió la tarea de encauzar los destinos de la Revolución Gloriosa de septiembre de 1868, se impuso la obligación de encontrar un rey para el trono vacante de Isabel II. Uno de los posibles candidatos fue el príncipe Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen (»Olé-Olé-si-me-eligen» según el pueblo burlón e incapaz de pronunciar semejante nombrecito). Leopoldo resultaba francamente inconveniente para el Segundo Imperio de Napoleón III, que temía verse encajado entre dos monarquías prusianas. El emperador francés envió a su embajador en Prusia, el conde Benedetti, a entrevistarse con Guillermo II y pedirle la renuncia del príncipe. El conde, imprudentemente, interceptó al monarca mientras este se dirigía a tomar un baño en el balneario de Ems, donde estaba de vacaciones. Guillermo II envió un telegrama a su canciller, Otto Von Bismarck, informándole del encuentro. Bismarck retocó el escrito con habilidad de forma que resultase insultante para la dignidad prusiana (sorprendida en paños menores) y humillante para la descarada diplomacia francesa. Envió el texto amañado a la prensa. Consiguió así su casus belli.

En solo diez meses, una velocidad vertiginosa para la época, Guillermo II estaba siendo proclamado emperador en el mismísimo Salón de los Espejos del Palacio de Versalles. Alsacia y Lorena, las dos ricas provincias orientales de Francia, situadas en la gran cuenca carbonífera del centro de Europa, pasaron a manos alemanas. Su reclamación, por parte francesa, acabaría siendo una de las causas principales de la Primera Guerra Mundial. Sorprendió mucho, en el momento, que todo aquel desbarajuste estuviera provocado por un telegrama y su publicación en los periódicos: las delicadas cuestiones diplomáticas conservaban un halo de misterio; no se habían visto nunca expuestas a tanta luz y tantos taquígrafos.

Las luces de nuestra época parecen ser las de los focos de las cámaras de televisión y los taquígrafos, los impertinentes reporteros de los «Dailys» y los «Posts». Los tejemanejes de los gobernantes y la indignación de los pueblos parecen, sin embargo, las mismas. Esperemos, por el bien de todos, que no lo sean, también, las consecuencias.