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Esta columna iba a ser sobre el pufo de Milei y las 40.000 personas que confiaron en su sapiencia económica, pero se lo voy a dedicar al gato de mi madre, Michito, que ha fallecido. Desde hace un tiempo, el gato tenía unos tumores. Siendo ya un gato geriátrico, pocas expectativas de vida tenía, pero aun así, con una dosis de prednisolona había mejorado bastante y se le había abierto el apetito. Siempre había sido un gato gordo, cariñoso y un compañero ideal para cualquier persona.

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Cuando mi padre pasó la última semana de su vida en la cama, el gato se tumbó junto a él y no abandonó su puesto de vigilancia hasta que falleció. Llegó a casa de mis padres un 20 de febrero de 2009, con que ha estado viviendo con ella 16 años y un día. Parece una pena de cárcel, pero, por el contrario, ha sido una delicia contar con él este tiempo. Es difícil encontrar una mascota que brinde tanto amor y cariño a los humanos, pero Michito lo ha hecho y de un modo tan especial que no se le puede recordar por su último día en la tierra.

La mañana del viernes tenía que medicarlo pero ni mi madre ni yo lo encontrábamos por toda la casa. Tras un cuarto de hora revolviendo muebles, lo encontré en un estado francamente desolador. Babeaba a borbotones y se mostraba agresivo, pero no era una agresividad hacia los demás sino un modo de decir déjame en paz. Se notaba que sufría. Como pude lo agarré y lo metí en el transportín llevándome un buen par de zarpazos. En el veterinario me dijeron que era muy probable que hubiera sufrido algún derrame y estuviera sufriendo. Evidentemente había llegado el final, algo que nadie que tenga mascotas desea, pero algo muy necesario de asumir para brindarle una despedida digna. Verlo irse en el momento oportuno también es un modo de fidelidad del humano a la mascota que no se debe evitar nunca.