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No quería que sucediese. Había planeado una comida sin sobresaltos. Sin embargo, fue rara. El restaurante estaba bastante lleno. A la izquierda, una mesa de machos alfa riéndose a carcajadas y haciendo comentarios en voz alta. Si alguien ha visto la serie que lleva el mismo nombre, me entenderá. Por poner un ejemplo: uno de los comensales justificaba ante sus amigos su relación con una chica vegana. Haciendo alarde de su hombría y honor, dejó bien clarito que si salían a cenar, él pedía pollo y no pasaba nada, que la muchacha no se enfadaba, sino que lo entendía, y que no fuesen a imaginar por un instante su claudicación. Él no abandonaba la carne por nada, aunque tuviese que conformarse con una ración de alitas de pollo, que pueden parecer menos ofensivas.

A mi derecha, una pareja. Él, un hombre fantasma, dotado del don de la palabrería, que acababa de estrenar una moto nueva, supongo que por aquello de la crisis de los cincuenta. Ella, una chica rubia, a quien no le quedó otra que aguantar discursos estúpidos, insolencias varias y ese tono de superioridad moral que resulta tan odioso cuando intuimos que proviene de alguien carente de substancia.

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Comieron un arroz, bebieron vino, se insultaron sin parar. Aunque él se llevó la palma: le declaro condecorado con honores por cretino. La chica se lamentaba de haberse sentido infravalorada, insultada, herida… Él le aseguraba que el tiempo pondría las cosas en su lugar y la haría arrepentirse de su inmadurez. Él iba de vuelta de todo. Puede que por eso la pusiese de vuelta y media. Incluso llegó a numerarla, como hacían en Auschwitz -¿se acuerdan?-. Ella era la mujer número 113 de su vida. También le comentó con qué conocidas de ambos pensaba acostarse a la menor ocasión. Y la culpó del fracaso de aquel conato-intento-ensayo fallido de relación.

Soy intervencionista. Tengo que confesarlo. En un momento dado, cuando mi mirada se cruzó con la de la chica, no pude evitar decirle con contundencia: «Déjale». Acabé con la cabeza como un bombo y no fue por el vino.