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Llevamos años escuchando casos en los que un depredador sexual se esconde en grupos infantiles de deporte, en clubes de esplai, se hacen profesores para estar rodeados de críos, o sacerdotes, para ocultar sus abyectas intenciones. Nos horrorizamos siempre y a pesar de las medidas que se toman, nunca deja de ocurrir. Es fácil pensar por qué. Ellos son animales y dominan mil trucos para engañar, dar gato por liebre y ganarse la confianza de sus víctimas. Pasa lo mismo con algunas mujeres adultas, que se ven envueltas en tramas inverosímiles para ser enredadas en una estafa en la que cualquiera de nosotros pensamos que no caeríamos jamás, pero, ay, eso es porque nunca nos hemos enfrentado a estos artistas del camelo. Todas estas historias tristes me han venido a la cabeza al saber lo de Juan Carlos Monedero, justo después de lo de Íñigo Errejón y, seguramente, tantos otros. Imagino la situación.

Jóvenes bastante feos y latosos que no se comen un colín, con una verborrea admirable, que de pronto descubren que hay un montón de mujeres listas, guapas, feministas y luchadoras que se están metiendo en política. ¡Bingo! No es sencillo, pero esta clase de psicópatas domina a la perfección el arte del camuflaje. Hay que transformarse en feminista, progre, rojo, lo que haga falta si con ello tienen acceso a decenas de mujeres estupendas. He conocido a tipejos así. Se mimetizan con la señora a la que desean llevarse al huerto, le dicen lo que quiere oír, la envuelven, la convencen, ganarían cien Oscar a la mejor interpretación. Es el triunfo del mediocre, que jamás llegaría a nada por sus propios méritos, por eso ha de adjudicarse los de los demás. Me temo que la política está llena de esa clase de piojos.