Hace más de cuatro años que no se tiene constancia de la llegada a Menorca de migrantes norteafricanos en patera. Los últimos -25 argelinos- aparecieron en la costa de Sant Lluís en octubre de 2020, y dos años antes lo habían hecho otros ocho nativos de aquel mismo país que consiguieron cruzar el estrecho desde la costa o desde un barco nodriza a mitad de camino.
Que Menorca se quede al margen de las oleadas incesantes de migrantes subsaharianos, marroquíes, argelinos o senegaleses que arriban constantemente al resto de islas, en especial a Formentera y Cabrera, permite observar el problema desde aquí con una cierta distancia, como si no fuera tanto con nosotros, pero no es así.
Esta semana una imagen desgarradora ha refrescado memorias y conciencias, de ahí la conveniencia de su publicación. Ha sido la de un joven migrante de color, posiblemente subsahariano, cuyo cuerpo sin vida llegó flotando a Sant Tomàs, todavía con el chaleco salvavidas incorporado, como unos meses atrás apareció el de una mujer en Sa Mesquida. El hombre hacía pocos días que había perecido ahogado en ese Mediterráneo, otro tiempo cuna de civilizaciones y hoy convertido en un cementerio abierto donde se entierran los sueños de miles de personas antes que sus propios cuerpos.
Estos dos cadáveres y las cinco pateras que ha traído a la costa la marea en los últimos años sugieren que en el mar alrededor de Menorca puede haber más jóvenes, niños, adolescentes y adultos que no vemos pero están tras haberse dejado la vida en el intento. Todos tenían detrás una historia que jamás será contada porque quedó sepultada bajo las aguas en las que hoy se desintegran sus cuerpos. La del joven hallado en la playa de Es Migjorn, cuyo nombre no conoceremos, no es una más para los menorquines porque hemos visto la fotografía que escenifica el drama tan lejano y al mismo tiempo tan próximo, pese a que para el mundo pase a ser solo una cifra más en las frías estadísticas oficiales.