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En los tiempos de la séptima generación después de Adán, decidieron los animales practicar algún entretenimiento para ocupar sus largas tardes de ocio. Reunidos en un claro del bosque a instancias del Rey León: el Águila, el Dragón, el Oso y el Buey se pusieron a la tarea. El Águila propuso un juego que consistiera en esconderse aprovechando la abundancia de matorrales y rocas del lugar. El Dragón indicó que resultarían imprescindibles unos buscadores que localizaran a los participantes y sus escondrijos. El Oso se relamió pensando en un montón de salmones reunidos en un solo regato. El Buey tomó la palabra para alertar de los posibles peligros de iniciativa tan osada, identificando y categorizando «riesgos inaceptables», «riesgos altos», «riesgos de transparencia», «riesgos mínimos» y «otros posibles riesgos».

El Águila retomó el tema planteando que podría tratarse de un solo buscador que encontrase a los otros, a lo cual se ofreció. El Dragón apuntó que quien buscara debería taparse los ojos durante un rato, permitiendo a los demás agazaparse en lugares convenientes. El Oso, mirando intencionadamente al Águila y al Dragón, estableció que no se podría sobrevolar la zona ni prender fuego a los matojos. El Buey apostilló que las crías participantes necesitarían el prescriptivo permiso paterno, que se debería poner especial atención a los jugadores más vulnerables y que se garantizaría un total respeto a las plantas y entornos que pudieran servir de refugio.

El Águila, interrumpiendo despectivamente el discurso del Buey, sugirió que el jugador encargado de encontrar a los otros contase hasta mil. El Dragón redujo la cifra a cien y se ofreció a ser él el buscador. El Oso, mirando alrededor, calculó mentalmente el tiempo necesario para agazaparse desde donde estaban. El Buey, amoscado por las interrupciones propuso, con lentitud deliberada, la creación de un panel interanimal de peligros asociados a la práctica de lo lúdico formado por una comisión de comités concomitantes.

En estas estaban, con el Buey desarrollando su ambiciosa idea, cuando acertó a pasar por allí un ballestero que se congratuló a la vista de semejante reunión de presas. El Águila emprendió el vuelo, el Dragón desapareció, el Oso corrió hacia los árboles y el Buey se quedó solo ante el cazador, perorando sobre el hecho de que la burocracia podría muy bien utilizarse para desburocratizar los mismísimos procesos burocráticos. El cazador, lamentando haberse quedado únicamente con el menos atractivo de los animales, le puso una soga al cuello y se lo llevó a su casa.

Es desde entonces que se juega al escondite y, a veces, ven los entretenidos animales desde sus escondrijos cómo el pobre Buey ara los duros campos de labor de su amo mientras intenta adoctrinar a las inmutables garzas. Es cierto que el águila americana, cuando le viene bien en el juego, vuela para avizorar sus presas; que el dragón chino hace magia y desaparece cuando está a punto de ser capturado; que nadie se atreve a señalar al abultado oso ruso por miedo a las consecuencias… pero todos ellos son libres de elegir sus destinos. No como el europeo.

Si han seguido algo de las innovaciones, las posibilidades, las regulaciones y las advertencias sobre Inteligencia Artificial en el panorama internacional, podrán, con facilidad, encontrar la moraleja de esta triste fábula.