Durante los días posteriores a la destructiva DANA de Valencia se popularizó el eslogan «el pueblo salva al pueblo», con el mensaje de que poco se puede esperar de los políticos y de las instituciones que ocupan y solo se puede confiar en la respuesta solidaria que surge de los mismos ciudadanos. Esta idea anarquista es un arma de destrucción masiva del sistema, tal como lo hemos construido desde la segunda guerra mundial. Porque la pregunta que se deriva de esas posiciones es para qué pagamos impuestos si cuando se necesita recurrir a los servicios públicos estos tardan demasiado, son insuficientes, la burocracia los complica y todo queda sumergido en un enfrentamiento político, que no ideológico, estéril.
Al otro lado del Atlántico, Trump es el fruto de esta ofensiva contra las administraciones públicas. Reagan inició la inversión del lema de JFK: «No pienses qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país». Alimentó el individualismo y la crítica a la administración pública, pero sin atentar contra su «sagrada» Constitución, que ahora no respeta el presidente número 47. Además han descubierto que a la mayoría de los votantes, los que hacen ganar las elecciones, no les importa tanto la libertad, la democracia, el derecho, la diversidad o el clima como la mejora de su bolsillo y la expulsión de los inmigrantes. Al amparo de las proclamas simplistas, se acelera la demolición del sistema.
Y en España, todos los partidos están de acuerdo en mejorar las pensiones, subvencionar el transporte público, pagar las ayudas a los damnificados de Valencia pero son incapaces de aprobarlo en el Congreso de los Diputados. Dicen que más de 20 millones de españoles salen perjudicados por esta incapacidad política. ¿Creen los grandes partidos que esos ciudadanos van a preocuparse por la pérdida de calidad democrática? Los principales destructores del actual sistema son los que lo representan.