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«Apareció una gran señal en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies; y sobre su cabeza una corona de doce estrellas…». O ese amanecer apocalíptico con manto escarlata que madrugó hace pocos días en esplendorosa panorámica, que nos recuerda e insiste en lo del cambio climático que nos acecha. A veces, entre el presente, por esa visión y ese mundo de un futuro celeste probablemente incierto, que revestimos de utópico, nos regurgita una sensación agridulce, como esa instantánea, que, incluso bella desde la figuración retórica, debería infundirnos algo de recelo. Todos somos responsables. Podemos pasarnos el día culpándonos, mejor dicho, culpando a los demás. A la economía, a ese incontrolable clima y al irrefrenable curso de la historia, a cierta forma de hacer política... Y, mientras, plagiamos la técnica del avestruz, que finge no existir como mecanismo de protección, como si nada dependiera de nosotros, que esperamos un milagro, sin reconocer que no se trata de un sorteo y que, en ningún supuesto, nos exime de culpa.