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Cuando el caballero hubo atravesado los infinitos desiertos ardientes, los temibles puentes fortificados y las montañas donde se congelan las nubes, encontró, ante las mismísimas puertas del castillo del tesoro, a un niño veleidoso y malintencionado a quien no le apetecía recordar donde había puesto las llaves. La civilización occidental, tras una serie ininterrumpida de logros y conquistas en los campos de la ciencia, la técnica y el espíritu, parece haberse atascado, como este desgraciado paladín, ante un último reto en apariencia inocuo y, sin embargo, intransitable.

El orden mundial establecido en 1945, después de la última Gran Guerra, propició la salida de la pobreza y el analfabetismo de millones de seres humanos, permitió la creación de una clase media de individuos responsables que, mediante su voto, participaban en el gobierno de sus naciones y, a través de sus derechos, propiedades y actividades, formaban parte del estado de su país. El sistema creado incluso facilitó la descolonización de un mundo que los europeos habían reconocido, cartografiado, comunicado y unido. A pesar de la constante amenaza de hecatombe que supuso la Guerra Fría (una guerra entre occidentales: media Europa junto a los yanquis y la otra media junto a los soviéticos), las sociedades de ambos lados avanzaron y mejoraron sus condiciones de vida.

La enorme revolución en las comunicaciones y el acceso al conocimiento de finales del siglo pasado parecía presagiar un progreso sin fin liderado por el hemisferio occidental. Sin embargo, algo ha sucedido, enviando al traste los mejores propósitos. Ya no conquistaremos el espacio, ya no avanzaremos en materia de libertades ni profundizaremos en las mejores virtudes del sistema democrático, ya no tendremos una clase media participativa y vigilante. El niño de nuestra fábula ha logrado detener al caballero en lo que parecía su avance imparable. Y lo ha hecho a base de melindres, sofismas y sutilezas.

«¿Si uno es más igual que otro, al que es igual, quién es el más igual de los dos?». «¿Si una generación está obligada a escatimar sus recursos en nombre de las siguientes, cuál de estas será la generación que obtendrá acceso a ellos?». «¿Si se debe mostrar respeto por su cultura y tradiciones, cómo debe tratarse exactamente con las tribus caníbales o los practicantes de la ablación?». Estos irresolubles acertijos de la esfinge, propuestos por el niño al caballero, nos acompañan en el día a día del actual pensamiento europeo y nos hacen resultar malcriados e impertinentes ante los nuevos desafíos mundiales. A nadie puede convencerle un discurso basado en la premisa: «Recuerdan al terrible caballero que les dio aquellas tremendas palizas pues, ahora, es un niño mimado y resabiado que les dirá cómo deben comportarse».

Tardamos siglos, y supuso enormes esfuerzos, encontrar las precisas definiciones jurídicas de conceptos como libertad, propiedad, ciudadanía y derechos. El caballero necesitó hacerse sabio para entender y regular las cuestiones relacionadas con ellos. Al niño que pretendemos ser, le basta con que las palabras tengan multitud de sílabas y se refieran de forma vaga a principios evidentes y simples: ¿quién se atreverá a sostener que es mejor caerse que sostenerse en pie?, ¿quién no reconoce que en el mundo existen multitud de culturas? o ¿quién prefiere vivir en un ambiente cargado en lugar de en uno limpio? Sostenibilidad, multiculturalidad o ecorresponsabilidad son palabras difusas, biensonantes y ambiguas que pululan sin un sentido claro en las exposiciones de motivos de todas nuestras normas, vengan a cuento o no. Sin una definición precisa, sirven a quien las esgrime tanto para regular nuestras vidas y actividades como para callar al posible oponente. Sin una formulación clara, han servido para cometer auténticas barbaridades en su nombre, mientras la boca se nos llenaba con su impronunciable eufonía.

Puede que el niño y el caballero de nuestra fábula fueran uno y el mismo, puede que el uno fuese el hijo o el aprendiz del otro, puede ser que se mataran, se entendiesen o que encontrasen, de rebote, las llaves; pero así, como vamos, mientras lo discuten, no solo no tendremos acceso al merecido tesoro del castillo, así, no iremos a ninguna parte.