Yo soy un escéptico de las políticas contra el cambio climático. No porque dude de la transformación del clima –evidente en este inexistente invierno mallorquín–, sino porque creo que este asunto ha caído en manos del marketing, del postureo, de la imbecilidad humana. Lo peor que podía haber pasado. Baste ver a esa pobre niña sueca diciendo simplezas en las cumbres del clima para intuir el tamaño de la payasada.
Decir esto es incómodo porque la tropa de creyentes en esta religión considera las críticas como negacionismo cuando, en realidad, los negacionistas son ellos al pensar que cuatro cambios cosméticos bastan: mientras alguien crea que usando cucharillas de madera, o bolsas de papel en los supermercados, o manteniendo unidas las tapas de los botellines de plástico con el envase vamos a cambiar algo, estamos perdidos. Incluso voy un poco más lejos: Europa ha bajado sus emisiones de CO2, pero eso ha ocurrido porque la fabricación de muchos productos, que antes tenía lugar en Europa, se ha trasladado a China, donde la preocupación por las emisiones es mínima. Gran victoria, como ven: nos quedamos sin industria, consumimos lo mismo, contaminamos más, pero podemos decir que no somos nosotros.
Datos para destapar esta farsa: desde que empezaron las cumbres del clima, en 1997, la dependencia de la humanidad de los combustibles fósiles aumentó en un 54 por ciento. Nunca habíamos hablado tanto y nunca nos habíamos engañado de forma tan perfecta. Londres, París o Berlín emiten menos CO2, pero Mumbai, Kaohsiung o Punta Arenas contaminan como nunca antes. Y así todo el planeta. El acceso de los pobres a la riqueza es demoledor para el medio ambiente.
Aquí se necesita una verdadera revolución. En 2020, tras tres o cuatro meses de auténtico cambio en nuestras conductas, por la pandemia, con una paralización casi total de la economía, los indicadores ambientales mejoraron: estábamos efectivamente yendo en serio. Porque eso sí fue cerrar toda la producción y parar todos los coches y aviones del mundo. Pero eso duró lo que duró y todos hemos vuelto a nuestras rutinas, a nuestras comilonas romanas, a nuestro turismo destructivo, con la calefacción de casa a todo gas.
2 Incontables trabajos demuestran que la diferencia que hay entre el uso de un coche eléctrico y uno de combustión en materia de emisiones se reduce enormemente si contamos con la contaminación adicional que genera la fabricación de las baterías. Si sumamos que la humanidad sigue motorizándose con furia, al final el saldo no será gran cosa, incluso si lográramos electrificar toda la flota de coches.
Pero prácticamente todo da igual porque seguimos consumiendo productos industriales alocadamente, porque nuestro coche medio es más del doble de grande que hace veinticinco años, porque Internet contamina exactamente lo mismo que la aviación y lo ignoramos, porque el consumo de comida y de ropa a bajo precio son delirantes, y porque, realmente, aquí nadie está cambiando su estilo de vida. La carne vegana, sin carne, el último invento ‘cool’, resulta que es un producto industrial que contamina mucho más en su fabricación que las humildes vacas. Vivir bien consiste en todo eso; a eso aspiran los pobres del mundo y van consiguiéndolo poco a poco.
El planeta no puede soportar que seamos siete mil millones, ni que todos viajemos como Marco Polo, ni que la gran comilona antes reservada a las grandes fechas se repita a diario, ni que todos tengamos coche y lavadora, ni que vivamos perfectamente climatizados. No es justo que sólo unos pocos vivan bien, pero no es sostenible que todos lo hagamos. Y aquí, nadie está dispuesto a renunciar a nada. Baste ver cómo los SUV se han convertido en los coches preferidos para ir a buscar a los niños al cole. En economía, el fundamento es crecer: crecer en consumo, en herramientas, en tecnología, en todo. Lo cual no concuerda con un planeta que no crece. Estamos, pues, ante un gran dilema: la necesidad de cambiar profundamente el modo de vida.
No me había encontrado con escritores que reflejaran la situación sin caer en la dicotomía simplona de ecologista o negacionista hasta que encontré a Vaclav Smil, que documenta perfectamente esta estupidez colectiva. Smil sostiene que no existe la más remota posibilidad de que en 2050 nos hayamos descarbonizado; ni siquiera de que haya habido un cambio de tendencia a nivel planetario, simplemente porque nos limitamos a la superficie, a la bolsa de supermercado, al agua de lavarse los dientes, a un grado menos en la oficina.
Todo era viable hasta que topamos con el bienestar propio. Este sí es el límite.