En mis informales conversaciones con millenials (los que tienen entre 27 y 42 años, palmo arriba, palmo abajo) me sorprende la fascinación que sienten por lo «lo liberal», pero no me inquieta porque, alternando con su civilizada némesis socialdemócrata, los liberales constituyen el eje de la gobernanza en el espacio europeo en el que nos movemos y que nos ha proporcionado la época de mayor bienestar de la historia. En el fondo, me da la impresión de que a unos les molestan más los impuestos que a otros y que lo de la «libertad ante todo» no es más que un eslogan vacío de contenido y rebosante de chiribitas embaucadoras, como las de «tomar cañas» o «no encontrarte en la calle con tu ex».
Me preocupan mucho más los reveladores datos de la encuesta de 40dB titulada «El desorden democrático en España» publicada recientemente y en la que se revela que, en determinadas circunstancias un 26 por ciento de jóvenes preferiría el autoritarismo a la democracia. Comenta al respecto la politóloga Estefanía Molina en «El País» que se ha puesto de moda entre algunos jóvenes eso de que «con Franco se vivía mejor» y que la ultraderecha lleva tiempo esparciendo entre sus adeptos que, al menos, entonces había vivienda, trabajo garantizado, orden y seguridad…
Este estado de opinión se debe en parte a la incapacidad de la progresía de salir de su marco mental de que el reaccionarismo actual es solo fruto del desconocimiento histórico, o de ultras cantando el «Cara al sol». Puede que otros jóvenes estén siendo seducidos por el mantra de que vale la pena sacrificar ciertas libertades, si el sistema garantiza más bienestar, pero este estado de opinión sí es potencialmente peligroso porque la democracia es frágil (si alguien lo duda no tiene más que rememorar el asalto al Congreso de EE.UU. de hace cuatro años), tan frágil como para permitir que un delincuente convicto como Donald Trump vuelva a la Casa Blanca en lugar de ir a la cárcel.
Más sorprendente aún me parece otro aspecto de las recientes encuestas, el que hace referencia a las motivaciones electorales: muchos ciudadanos valoran las diferentes leyes (a excepción de la Ley de Amnistía) que va articulando el gobierno actual, especialmente en lo que hace referencia a la subida del salario mínimo o la reforma laboral, pero no le votarían por antipatía personal hacia el actual equipo y muy especialmente hacia su presidente, uno de los políticos más odiados y vilipendiados de la reciente historia de España (y de Europa, me temo). Este crecimiento del fenómeno de los haters (odiadores) es uno de los factores más inquietantes del actual panorama político por cuanto sitúa a las emociones en lugar preferente, lo que pervierte la conversación pública y vuelve a su esquema más dañino, el de considerar al oponente político como enemigo.
Post scriptum
-Viene una época de barullo cósmico auspiciada por Donald Trump y sus amiguetes de la plutocracia (dícese de la situación en que los ricos ejercen su preponderancia en el gobierno del Estado).
-Barullo en el que corre peligro uno de los principales valores de nuestra sociedad, el del respeto a la verdad, anegada hoy en el maremoto de los bulos, mentiras y fakes que inundan el espacio público.
-Y una acotación que se me antoja pertinente: no es una mala idea conmemorar los cincuenta años de democracia en España, explicando precisamente a los más jóvenes las diferencias reales de vivir en una dictadura o en una democracia, pero puede ser contraproducente ligar la conmemoración a la divisiva figura de Franco, que más vale dejar en el baúl de los recuerdos (no muy gratos, precisamente).
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