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Es curioso, han transcurrido    un sinfín de meses y años y todavía se encuentra en uno de los cajones de mi mesa de trabajo de s’estudiet de darrere, una cajita cuadrada de escasas dimensiones    en la cual guardé durante un tiempo de mi infancia los llamados ‘puntos’ que todos los domingos me entregaba mi señorita de la catequesis.    Los    iba guardando,    ellos significaban poderlos cambiar por alguna    de las    tentaciones que se mostraban en un armario    al estilo vitrina. El canje podía hacerse según la cantidad    de los    recopilados. A mí me fascinaban todos los premios, desde las cajas, que recordarán los niños de ayer, de lápices de colores. Las había de seis o de doce, con una punta muy afilada de 6 o 12 lápices de color, sin duda la marca    Alpino    era la preferida. Y ni que decir de unos cuadernos    a propósito para colorear, resultaban divertidos y a su vez te mostraban no salir de la raya o perfil del dibujo, algunos de cuadernos,    otras libretas de dos rayas paralelas para aprender a disponer de una buena caligrafía. En aquel tiempo era un requisito    muy importante. Lo que hace que lo recuerde al leer hoy escritos, no tan solo de la prole infantil, sino de algún mayor con título universitario, en los que es difícil adivinar lo que dicen sus garabatos.    Lápices de escribir, gomas de borrar de la firma Milan, cuentos y muchas cosas más. Se me olvidaba, hubo una vez, en que se expuso en dicho armario    una cajita con pañuelos de bolsillo con dibujos infantiles, parece ser según se comentó que fue un obsequio para tal fin de un comercio de nuestro Mahón.

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Con el tiempo también fui catequista, en la iglesia de san José de la calle Cos de Gràcia, propuesta que me hizo el reverendo don Miguel Petrus Marqués, jamás he olvidado aquel grupo de niños y niñas, preparándolos para recibir la primera Comunión. La mayoría de ellos ya son padres, algunos me recuerdan haciéndomelo saber al encontrarnos, como fue aquella vez en el ‘Mateu Orfila’, la doctora de turno, después de atenderme me hizo saber que jamás me había olvidado. Los colores se me subieron a la cara y mi viejo corazón saltó de alegría, pues fue eso, una gran alegría que aquella niña, hoy mujer, no me hubiese olvidado. La primera    vez que fui catequista    tan solo contaba    quince años en la iglesia de sant Gaietà de    Llucmaçanes.    Y por ultimo en los años 90 asistí como    tal en la Concepción.