En estos días parece que la sensibilidad se encuentra a flor de piel, como si fuera obligatorio dejarse rebasar por las emociones. No es mi deseo exacerbarlas, porque este artículo hubiera podido ser escrito en el mes de marzo o en agosto, pero reblandecernos un poco no sienta mal a nadie y hasta puede contribuir a que nos sintamos mejor, por dentro y en relación con los demás. ¿Perdemos algo por dejarnos llevar por aquello que nos acerca al bienestar interior?
Siempre esperamos o pretendemos sumergirnos en la felicidad, pero nunca llegamos a tanto. Y eso nos descorazona, nos hace sentirnos mal, porque aspiramos a lo más sublime y nos encontramos enredados en realidades modestas. Pero no es difícil descubrirlas, sólo es cuestión de apreciarlas, de darle el valor que tienen para gozar de ellas. ¿No es más apropiado aceptar lisa y llanamente lo que nos llega, sin enojarnos porque no es exactamente lo que nos gustaría recibir? Si lo miramos bien, se presentan ante nosotros bastantes motivos de satisfacción, pero tal vez cavilamos presuntuosos que, cuanto se obtiene, es bastante menos de lo que nos merecemos.
ASPIRAR A LA FELICIDAD suprema es un error, porque no lo alcanzaremos jamás y al notar que se escurre entre los dedos nos veremos sumidos en la frustración. Sin embargo, a poco que abramos nuestra mente, le daremos el debido valor a los pequeños gestos, esos que nos saltan a los ojos en el día a día. Pueden pasar desapercibidos, a pesar del enorme valor de que están dotados. Vamos a lo grande y despreciamos lo que nos parece insignificante, insustancial.
Para percatarnos de lo que ocurre en el entorno no es necesario hacer grandes esfuerzos, basta llevar los ojos abiertos, apartarlos del móvil y proyectarlos a media distancia. Caeremos en la cuenta de que a nuestro alrededor se desliza la vida y merece que nos detengamos para apresarla buenamente, sin aspavientos. Huiremos de lo que hiere y nos detendremos ante lo que merece la pena. Disfrutaremos con lo que vamos viendo, detalles a los que no siempre les damos importancia.
Se nos presentan figuras y escenas que cautivan y hasta conmueven. Es sugestivo contemplar a ese abuelo que ha recogido al nieto en la puerta del colegio y lo lleva demoradamente hasta su casa, manteniendo entretanto una charla casi de igual a igual; esa pareja de ancianos que, apoyándose mutuamente, entran en el centro de salud con pasos exiguos y con la seguridad de que fundidos pueden hacer frente a los topetazos de la vida; ese niño que se aúpa ante el carrito para darle repetidos besos a su hermana diminuta, una bebé que jamás será consciente del cariño con que ha sido recibida; esa joven pareja que corre al unísono, porque tragar oxígeno a boca llena también es un acto de amor; esa amplia familia con miembros de todas las edades, que se reúnen en la mesa, intercambiando bromas que nunca derivan en discusiones, porque las opiniones encontradas no tienen cabida…
Cada uno podría contar vivencias semejantes, que no tienen nada de especial, solo es cuestión de asumir que a veces acciones mínimas tocan una fibra sensible que nos alegra la mañana. Nos recuerda un libro divulgado hace una veintena de años, cuando Philippe Delerm publicó «El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida», cuya tesis es que no se debe aspirar a grandes deleites, porque se disfruta más con lo sencillo y minúsculo. Es lo que más directamente nos acerca a la felicidad, tal vez lo único.