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Muchos chicos y chicas de los nacidos en los primeros años de la generación baby boom tenemos un recuerdo generoso de la muerte de Franco. El que suscribe cursaba octavo de EGB y evoca aquel día de noviembre con alegría, no por    lo que representaría el fallecimiento del ‘tío Paco’ sino porque ganamos tres jornadas de vacaciones inesperadas. Los amigos del barrio del Besós, en Barcelona, y los compañeros del Colegio San Gabriel, al final de la Gran Vía, entonces aún Avenida José Antonio, encadenamos partidos de fútbol eternos, solo interrumpidos cuando nos quedábamos sin luz en uno de los descampados de aquel barrio obrero.

España cambió en poco tiempo. Asimilamos con naturalidad la transformación del país, paralela a nuestra irrupción en la adolescencia y juventud. Ya en el instituto para cursar el BUP supimos de forma progresiva que habíamos vivido en una dictadura en la que se ajustició durante años a quienes perdieron la Guerra Civil y otros quedaron marcados para rehacer su proyecto vital.

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Pero España salió adelante. Hubo medidas del dictador que propiciaron el desarrollo en medio de un régimen gris, manejado por la batuta de un hombre que se creía depositario de la voluntad de Dios para dominar a sus semejantes.

Han pasado 50 años, que es muchísimo tiempo, pero el gobierno de Pedro Sánchez, rodeado por las acusaciones de corrupción, ha tenido a bien desempolvar, de nuevo, a Franco, su recurso más manido para desviar la atención de escándalos que acechan a su entorno personal, la fiscalía general o su propio partido.

Celebrar esa efeméride permitirá a los chicos saber mejor quién fue el dictador que murió en la cama medio siglo atrás. Todo vale para conocer la historia si se hace con equidad y no solapando, por ejemplo, a los 800 asesinados por el terrorismo de ETA posteriores a Franco, cuyos herederos políticos son socios preferentes de quien hoy gobierna, quizás, también creyéndose depositario de la gracia de Dios. ¡Qué cosas!