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La fotografía tomada en Afganistán por Ebrahim Noroozi, galardonada con el premio World Press Photo 2024, nos invita a reflexionar profundamente sobre el verdadero valor de las cosas y lo que significa la felicidad, incluso en los momentos más oscuros.

Esta imagen resulta especialmente oportuna en estos días de Navidad, una época en la que somos más conscientes del paso del tiempo, de que la vida se desliza rápidamente entre nuestros dedos, de que muchos seres queridos ya no están y de que nosotros seguimos avanzando en el camino. En estas fechas, parece que esperamos que la felicidad aparezca mágicamente, como si bastara con envolverla en papel brillante y colocarla bajo el árbol. Sin embargo, nos olvidamos de lo esencial: el valor de las cosas no reside en su precio, sino en lo que representan en un momento dado.

Por ejemplo, la soledad es la misma en una casa de setenta metros cuadrados que en una de trescientos, aunque el eco pueda parecer más fuerte. La felicidad, en cambio, es un sentimiento que brota desde dentro. No la proporcionan las cosas materiales, aunque estas puedan alegrar brevemente un instante. Los niños afganos de la fotografía estarán contentos al disfrutar de una simple manzana, un verdadero tesoro en sus circunstancias, pero esa alegría momentánea no significa que sean felices. Sus necesidades son inmensamente mayores, y su situación nos obliga a cuestionar nuestras propias prioridades.

Existen, sin embargo, principios fundamentales que pueden predisponernos a la felicidad, y es nuestra responsabilidad inculcarlos a las generaciones futuras. Deberíamos enseñarles que ser verdaderamente ricos no tiene que ver con acumular objetos, sino con comprender el valor de las cosas. Las posesiones materiales no pueden darnos lo que realmente importa: podemos comprar una casa, pero no un hogar; una cama, pero no el descanso; un reloj, pero no el tiempo; libros, pero no el conocimiento; una posición social, pero no el respeto. Podemos pagar al médico, pero no adquirir la salud; comprar sexo, pero nunca el amor.

En este sentido, una familia y unos amigos con quienes compartir los momentos vitales son las verdaderas llaves para una felicidad sostenida. Como dice el monje David Steindl-Rast, uno de los secretos para ser feliz radica en la gratitud. Hay personas que tienen todo lo que desean y, aun así, no son felices. En cambio, quienes son conscientes de lo que tienen y agradecen cada pequeño detalle, encuentran en ello la verdadera felicidad.

A menudo olvidamos lo afortunados que somos por cosas tan simples como abrir un grifo y tener agua potable. Recuerdo la historia de un niño saharaui que pasó un verano en Menorca con una familia de acogida. Al regresar a su hogar, deseaba llevarse el grifo para que su madre no tuviera que caminar más de diez kilómetros diarios en busca de agua. Ese relato nos devuelve a lo esencial: apreciar lo que damos por sentado.

La felicidad también está estrechamente ligada a la salud. Como dice el reconocido investigador Carlos López Otín, «la salud es el silencio del cuerpo». Para lograr ese «silencio», debemos cuidar de nosotros mismos: exponernos al sol, descansar adecuadamente, hacer ejercicio, mantener una buena alimentación y cultivar tanto la confianza en nosotros mismos como nuestras relaciones afectivas y sociales.

En esta época de regalos a menudo innecesarios, en la que corremos de un lado a otro «como pollos sin cabeza» intentando sorprender con grandes cajas envueltas en papeles brillantes, deberíamos detenernos a pensar: ¿no sería más valioso regalar nuestro tiempo? Ese tiempo que se escapa y que cada vez relegamos más a mensajes de texto en lugar de llamadas, a emojis en lugar de abrazos. Valoremos a las personas que nos ofrecen su tiempo, porque no solo nos regalan minutos de su día, nos están entregando una parte de su vida.