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Dando por hecho que se siga explicando en las escuelas todo aquello de la Asamblea Nacional Constituyente francesa de 1789, con el clero y la nobleza sentándose a la derecha del rey y la burguesía a la izquierda en la votación sobre el veto real, hay que reconocer que ha llovido mucho desde entonces y algunos criterios han dejado de ser válidos. Se supone que en su formulación clásica, la izquierda defendía los valores del progreso y la libertad. Es decir, creía en una sociedad fuerte y cambiante capaz de mejorarse a sí misma a través de ideas nuevas, desarrollo tecnológico y adaptación de las normas a nuevos entornos. Básicamente, creía en el análisis inductivo de una realidad modificable y en la capacidad de la sociedad de crecer y renovarse utilizando las herramientas jurídicas e institucionales a su alcance.

Esta izquierda, con su capacidad de ensayo y error, es rotundamente necesaria para el equilibrio político frente al racionalismo deductivo del autoritarismo, que basa sus premisas no en la inducción, sino en la deducción de principios generales que deben, a cualquier precio, ser conservados. Y se vuelve todavía más imprescindible cuando una sociedad se encuentra en una situación como la actual, donde todos nos vemos obligados a reelaborar las grandes ideas y normas con las que afrontar una futura convivencia en un marco radicalmente nuevo y diferente. Estamos, en este momento, obligados a elegir si nos dirigimos a la «Utopía» de Moro o al «1984» de Orwell.

Debemos determinar, exacta y cuidadosamente, cuánto control social y gubernamental es de verdad necesario para establecer un nuevo marco en dos aspectos fundamentales: primero, la libertad y el progreso en nuestras relaciones humanas, nuestro pensamiento y nuestra capacidad de expresión y, segundo, en nuestras relaciones económicas como productores y consumidores. Y no es posible llevar adelante este debate sin una izquierda definida ideológicamente con absoluta claridad.

En un acto de completa irresponsabilidad, lo que llamamos aquí y hoy, izquierda anda estupendamente perdida en el «Corruptissima Republica plurimae leges» de Tácito (las leyes se multiplican en un estado decadente). Confundida entre una sobreproducción de legislación abigarrada y confusa que, en realidad, merma el imperio de la ley, el prestigio de las instituciones y la credibilidad pública. Enfangada en pequeñas normas ad hoc, ad personam, basadas en intereses, en la opresión de las minorías, la complacencia de lobbies de votantes, la ampliación de la cleptocracia o el puro y duro enchufismo.

La determinación de la cantidad necesaria de control y vigilancia en las actividades públicas y privadas de la población será la clave que marque la situación a izquierda y derecha en nuestro futuro: cuántos datos se requieren para pasar la noche en un hotel, cuántos impuestos deben pagar los grandes proveedores, si podremos fumar o no, estipular si es necesario alinearse en los conflictos armados y un largo etcétera. Lo que, desde luego, sobra en la lista de deberes y buenos propósitos para el futuro año es que la indeterminación de nuestra izquierda se camufle bajo las innecesarias banderas del falso humanitarismo y el antifranquismo. Sin embargo, es lo que tendremos.