El pasado viernes 6 de diciembre, la presidenta de la Comisión Europea (CE), Ursula Von del Leyen firmó en Uruguay el acuerdo comercial de la UE con los países del Mercosur (Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay). Este acuerdo que forma parte de los llamados Tratados de Libre Comercio (TLC) se llevaba negociando desde el 1999 y, como todos ellos, además de la muy publicitada bajada de aranceles, supone una merma en las regulaciones laborales, sociales y ambientales de diverso grado que son las que no suelen contarse y que son fundamentales para entender estos tratados, ideados por el gran capital transnacional para mejorar sus rendimientos.
Se estima, por ejemplo, que la entrada en vigor de este acuerdo impulsará la exportación desde Mercosur -en realidad desde sus grandes transnacionales- hacia la UE de productos agrícolas y ganaderos como son la carne de vacuno para consumo humano, la soja para la producción de piensos de ganado o la caña de azúcar y el etanol para la producción de biocombustibles, estrechamente vinculados a la deforestación en la Amazonía, el Cerrado o el Pantanal, ecosistemas claves en la regulación del ciclo del agua, el mantenimiento del clima a nivel mundial y regional o la protección ante nuevos virus y pandemias.
En lo relativo al mundo agrario, el modelo agroindustrial que incentiva este tratado no sólo favorece la expansión de la deforestación -y por tanto del cambio climático-, sino también la sobreexposición de la tierra a productos tóxicos que redundan en la contaminación de acuíferos, el deterioro del bienestar animal y los riesgos para la salud de la población, algo que refleja la diferencia entre los estándares sanitarios y fitosanitarios de la UE y Mercosur. Como ejemplo, en la actualidad, según Justicia Alimentaria, en los cultivos de maíz y soja de Brasil se utilizan más de 150 pesticidas, de los cuales más del 30 % están prohibidos en la UE.
Este acuerdo incentivará una forma de agricultura basada en las grandes explotaciones agroindustriales a ambos lados del atlántico, en detrimento de las pequeñas granjas y de la ganadería extensiva, que son las que refuerzan el tejido social de las zonas rurales y conservan el paisaje y los ecosistemas. De hecho, a quien favorece este tratado es a los fondos de inversión, las grandes corporaciones agroindustriales y las empresas de exportación, importación y distribución agroganaderas, es decir las grandes empresas que dominan las cadenas globales de producción y distribución alimentaria, todos ellos en connivencia con los grandes conglomerados financieros y bancarios.
El discurso oficial habla, cómo no, de mejora de la competitividad y de oportunidad de negocio para ambas orillas del océano en la mayor parte de los sectores económicos y para todas las dimensiones empresariales, algo que choca totalmente con los propios estudios de la UE que ya veían dificultades hace años para algunos subsectores agroganaderos como el vacuno de carne, el avícola, el porcino, el azúcar, el maíz y la miel. De hecho, existe un fondo en el acuerdo pensado para compensar las más que probables pérdidas de estos subsectores. Hablar por tanto que las pequeñas explotaciones y granjas familiares puedan competir con los grandes productores agroganaderos llamaría a la risa si no fuera algo realmente trágico. En realidad, estos tratados están pensados para facilitar desde el punto de vista de la regulación el negocio intensivo y especulativo de la agroindustria con vistas a la exportación.
Se habla también de mejora del empleo cuando en realidad el modelo agroganadero impulsado por este acuerdo lo restringe al apoyarse en la alta tecnificación y mecanización, propios de los sistemas agrarios basados en monocultivos, muy dependientes del uso masivo de pesticidas y otros productos químicos, que se identifican como causas claras de la pérdida de biodiversidad. Decir que la bajada de aranceles redunda en una mayor productividad y mayor empleo es una maniobra de distracción ya que pretender que economías asimétricas con distinto grado de desarrollo tengan un nivel similar de competitividad es un absurdo metodológico. Lo que ocurre es que estos tratados solo están pensados para los actores poderosos de esta ecuación trasatlántica, es decir para los que manejan los hilos aquí y allá.
En lo relativo a otros sectores, la gran industria europea, tanto de las químicas, automoción, textil, como de algunos subsectores alimentarios (vino, aceite, lácteos, comidas procesadas) y los servicios, se verán favorecidos y en los países del Mercosur fundamentalmente la agroindustria y el sector minero que profundizará en la explotación y exportación de los minerales estratégicos para la transición a las renovables de la UE, siguiendo la lógica colonial extractivista habitual del Norte con respecto a las materias primas del Sur.
Desde el punto de vista ambiental, un informe de la London School for Economics (LSE) encargado por la CE advierte del aumento sustancial de las emisiones de GEI por la puesta en marcha del TLC, algo que contraviene las propias normas ambientales de la UE. La respuesta ha sido añadir en marzo de 2023 un instrumento adicional para afrontar la deforestación, el cambio climático y los DDHH. Como suele ser habitual, el documento resultante se ha quedado en una declaración general de intenciones sin medidas vinculantes ni mecanismos para aplicarlas.
Asociaciones agrarias, de consumo y grupos ecologistas han mostrado su preocupación -y su consiguiente rechazo- por un tratado que no ha sido suficientemente explicado a todos los colectivos afectados y tampoco a la ciudadanía. En definitiva, un nuevo TLC, firmado en un contexto geopolítico preocupante, que profundizará en el modelo de producción deslocalizada, a gran escala y a bajo precio, pero con un alto coste humano y graves repercusiones sobre el cambio climático y la biodiversidad, que poco tiene que ver con la libertad y mucho con la acumulación de capital de unos pocos actores transnacionales.