TW

Setenta y pico años atrás, por estos días agosteños, mi familia se instalaba en la desierta Cala Galdana, junto al río, en una tiendita de campaña color naranja, recién incorporada a la modernidad, adquirida por mi padre en uno de sus viajes por la Península. Había otras dos tienditas, familias conocidas, junto a nosotros. Nadie más en aquel lado. En el otro, enfrente, había unas pocas cuevas, habilitadas, donde unas familias pasaban la estadía… Llegábamos nosotros a esta imponente playa desde Ciutadella, por mar, en barca, cual taxi, al no haber todavía coches ni siquiera públicos, a no ser el autobús que recorría los pueblos de la Isla, desde no hacía de todos modos tanto tiempo. Bajábamos los enseres del bote y nos instalábamos bajo los pinos… Para cubrir las necesidades batíamos los alrededores de la cala… Íbamos a proveernos de agua, a pie, por un sendero, a través del pinar, a la fuente natural de Cala Macarella; huevos, fruta y hortalizas a un predio relativamente cercano, de nombre Santa Rita o algo así, no me acuerdo en verdad del nombre de la santa; y el pan y otras necesidades las traía un joven, no sé si a diario o cada dos días, en bicicleta, desde Ferreries, pues coches no había…

Mi misión consistía, con seis, siete y ocho años, en vagar, solitario, doce horas por la playa, unas veces dentro del agua y otras fuera, dando tumbos, buscando cangrejos, dando botes con una pelota o bien para pasar las horas muertas, que eran muchas, acurrucándome debajo de un pino, al lado de una enorme mesa redonda, circundada por unos ocho o diez hombres, de vacaciones en una de las cuevas, ocupados todo el tiempo en comer -tenían incluso un cocinero-, beber y discutir sobre las cosas que habían puesto tanto Dios como los hombres sobre la capa terrestre…

Como todo infante curioso, escuchaba los estruendosos debates, quedándome grabado en la memoria uno de ellos, en el que discutían a grito pelado sobre los ingredientes que a una paella la hacen deliciosa. Unos decían que conejo, otros gambas, otros verdura, otros calamares, etc, cuando de pronto uno de ellos pegó un golpe sobre la mesa, seguramente aupado por el gin, que me sobresaltó, gritando: ¡¡¡ Un buen sofrito, ese, ese es el secreto!!!, y todos sus camaradas enmudecieron, perplejos ante tanta evidencia… Pasó el tiempo, pasaron setenta años, y yo tuve que hacerme cargo de la cocina doméstica de mi hogar por impedimento de mi mujer… Pues bien, resulta que mi primera paella no me salió bien, la segunda tampoco, … pero hete aquí que en la confección de la tercera me vino a la mente el grito de aquel hombre en Cala Galdana y le puse, eso, un buen sofrito, y ¡zas! salió buena, y desde entonces no fallo… ¡Cala Galdana! La catedral de las playas menorquinas. Posiblemente una de las más bellas del mundo, yo nunca vi al menos una más agraciada, y creo ser objetivo. Ni en Hawái ni en Bombay… ¡Lástima que la fusilaron en la guerra del turismo! En verdad me cayeron un par de lágrimas cuando la vi, muerta, desde el acantilado, muchos años después, maldiciendo al personaje que la asesinó con la pluma, aprobando la construcción del hotel, allá en medio, desforestando los pinares, aniquilando a millones de cigarras que ponían música a un santuario único. ¡Qué horror!