Antes de la representación, es un huidizo animal callejero, un ser que deambula por las calles vigilante, precavido. Su instinto de supervivencia lo hace receloso del entorno, escruta, se esconde, observa, oye y discrimina; sigue su peregrinaje por las esquinas, a contrapelo de los muros y paredes, por donde se refriega para dejar su huella, su presencia, su recuerdo olfativo. El gato del teatro es un ser adaptable en función de su papel en la representación en el escenario de la vida. No espera aplausos, se asustaría. Unas veces araña, otras, ronronea…
Observado, sin perturbar su ir y venir y estar, parece poseedor de la quintaesencia imperturbable de la serenidad y el sigilo del silencio felino, que lo hace fugaz en su búsqueda por los callejones de la ciudad desconocida, para ser fiel al instinto depredador que corre por sus venas, afilando su atención y sus garras. El gato del teatro está pendiente, con todos sus sentidos, del deambular de los actores, de los humanos transfigurados que le hacen perder la noción del tiempo y de la realidad.
El gato del teatro es ubicuo, tan pronto puede estar en un palco, como cómodamente repantingado en una butaca de platea o entre bambalinas; no se expone abiertamente ni en el proscenio ni en la escena, es un espectador que se entrega y cruza a la dimensión de la ficción, inmerso en el conflicto que sugiere el drama en actos de la tragedia o el absurdo del sinsentido de su propia enajenación.
En la oscuridad sobrevenida de la sala, en ese anonimato de lo invisible, el gato del teatro dilata sus pupilas y su oído capta la respiración de la emoción del entorno, la tensión del desenlace. Como una estatua de sal disolviéndose en un océano de sensibilidades que ahogan el grito en un gesto desasosegado en la quietud tensa y tersa de la sala, el gato del teatro se acomoda al espejismo del viaje escénico para reencontrar esa parte inconfesada de un deseo transgresor en un delito sin prescripción. No hay vuelta atrás…
Una noche, el gato del teatro se verá reflejado en un hombre perdido, desubicado, desconfiado, atolondrado hasta el punto cruel y sin retorno del ridículo o de la inconsciencia. Caminará con el personaje por los suburbios del instinto, por los rincones oscuros de su alma hasta descubrirse a sí mismo como un asesino despiadado y finalmente entrará en la jaula, - aquí hay gato encerrado- obediente, resignado a una verdad que yacía oculta en lo que despreciaba, deseando tan solo la caricia de la atención de un sexo domesticado. Ese día, el gato saldrá del teatro, abrigado con su propia imagen en el equívoco espejo distorsionado de la eterna noche sin estrellas.
«Si hubiera sido de día, habría pasado de largo, pero señores, era de noche y todos los gatos son pardos…». Gato Pérez.