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Percibo últimamente, en las tertulias más madrugadoras de este rincón donde el sol aparece antes que en ninguna otra parte, una preocupación -vaga, desesperada, insatisfecha- sobre la pérdida de valores que experimenta nuestra sociedad. Quien coge el turno de palabra lamenta el menoscabo en la valoración de unas virtudes o capacidades que nunca se llegan a precisar y que, sin embargo, parecen obligarle a menear la cabeza mirando al suelo con obstinada resignación. Cabeceo, por cierto, en el que le acompañamos, asintiendo, todos los presentes.

Cuándo no soy yo a quién le toca hacerlo, quedo preocupado por la posibilidad de que simplemente nos estemos haciendo viejos y recogiendo el testigo de tantos mayores que, a lo largo de los siglos, han deplorado los cambios de signo de los tiempos; añorando en realidad sus mocedades y «las nieves de antaño». Pero: ¿cuánto hay de cierto en lo de que estemos perdiendo nuestros valores? Porque lo que está claro es que lo que sí que hemos perdido definitivamente son «los papeles» y ya no sabe uno si quién extravía esos valores es nuestra sociedad, nuestro país, nuestro pueblo, nuestra comunidad, nuestro hemisferio occidental o todo quisque en la vasta redondez de la superficie de este planeta.

Así que, sin determinar el quién los pierde, sin que sepamos el cómo sucede, sin puñetera idea de a dónde van a parar los desechados y sin tener claro en absoluto cuáles exactamente son los valores que extrañamos, coincidimos, eso sí, en que su desaparición nos entristece y desespera. ¿Cómo es posible esta aceptación del hecho de que como sociedad vayamos éticamente de bajada mientras se nos asegura que nunca hemos sido tan solidarios, empáticos, sostenibles y concienciados como en el momento actual?

Se me ocurre pensar que el asunto, tal vez, sea solo una cuestión de palabras, de terminología, de mera forma de referirse a las mismas cosas. Hoy en día ser fraternal o caritativo resulta desfasado y un pelín ridículo y, sin embargo, ser solidario (a fin de cuentas lo mismo) lo hace a uno estupendo; ser empático abre todas las puertas, ser comprensivo o compasivo sólo abre las de los asilos de ancianos; los sostenibles y concienciados pueden reírse abiertamente de los responsables y honrados por ese tufillo a naftalina que desprenden sus obsoletas virtudes. Y, sin embargo… sospechamos de este tráfico, hay algo en este oscuro transito que no acaba de resultar convincente. Hay, indudablemente, algo en este tráfago que nos está convirtiendo éticamente en huérfanos.

Es el problema eterno de la ética: esa afición a vestirse con los colores de la última moda. Este punto, digamos, frívolo suyo, que la fragiliza hasta la desautorización; igual que los tonos púrpura invalidan a los cálidos camel de la estación anterior. Todo individuo mínimamente aficionado a    la práctica de la ética en el comportamiento social sabe a ciencia cierta que los responsables de los desajustes son siempre los otros; que los que fallan y pierden los valores son ellos; que los principios propios son ciertos e inamovibles, que uno mismo es, según reza la Constitución de Cádiz, justo y benéfico.

A fin de cuentas, todos sabemos que, mediante unas pocas palabras bien adecuadas a un mucho de ética partidista, una imputación, un testimonio, un indicio o una declaración no tienen nada que ver, ni remotamente, con la apropiación indebida.