Todavía falta bastante hasta el solsticio de invierno, que llegará el sábado 21 de diciembre a las 10.15 de la mañana, pero debido a la gran cantidad de desdichas climáticas y humanas que venimos soportando, muchos experimentamos ya cierta ansiedad invernal, y convencidos de que hibernar es el único recurso intelectual que nos queda, no vemos el momento de que llegue ese sábado remoto. A la ansiedad se añade la nostalgia de cuando los inviernos eran inviernos, el vino se congelaba en las botellas, las crestas de los gallos se helaban y se caían al suelo, el aliento se volvía carámbanos en pocos segundos, y al pan congelado había que partirlo a hachazos. Fuera, por supuesto, aullaban los lobos. Ah, cuando los inviernos eran inviernos. Este excelente título, por supuesto, no es mío, pertenece a un hermoso libro de Bernd Brunner (Ed. Acantilado) que ya les mencioné, y que he estado leyendo estos días para matar el gusanillo. Fascinante, la historia del invierno cuando había inviernos, y muy crudos. De hecho, desde el siglo XV a mediados del XIX vivimos en una llamada Pequeña Edad del Hielo, con una cúspide gélida en el invierno de 1708, que es cuando los gallos perdían las crestas y el vino se congelaba en las botellas, según contó Isabel Carlota, duquesa de Orleans.
Cuando los inviernos eran inviernos
24/11/24 4:00
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