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Hace poco más de un año, la Corte Penal Internacional, con sede en La Haya, analizaba la conducta de Vladimir Putin, en relación con la invasión de Ucrania y la deportación indebida de niños de ese país, y lanzaba su veredicto condenatorio. Al máximo dirigente de la Federación Rusa se le declaraba culpable de crímenes de guerra y debía ser detenido. Alguno pensaría que el reo no iba a demorar ese trance, sino que arrepentido de sus maldades se presentaría ante el tribunal, adelantaría las manos para ser esposado y aceptaría entrar en prisión. Y si no se comportara de ese modo, todos los países se confabularían para someterle al castigo prescrito.

¿Alguien puede pensar que tal proceder tiene visos de realidad? Ni de lejos, claro. Una condena semejante abona su ego e incrementa la popularidad ante una población que sufre su demencia, porque la tiene subyugada por completo con sus imposiciones y manipulaciones. Incluso se ha permitido el lujo de trasladarse a Mongolia, un país que al haber ratificado el Estatuto de Roma tiene la obligación de detener a cualquier condenado por dicho Tribunal. Con los brazos abiertos fue recibido.

Algo semejante podría ocurrir con Benjamín Netanyahu. El mismo Tribunal ya ha dictado, por unanimidad de sus miembros, orden de arresto contra el primer ministro israelí (como a su anterior ministro de Defensa). Sus partidarios dentro y fuera del país no solo hacen caso omiso de estas decisiones de la justicia internacional, que tiene como misión perseguir los casos de genocidio, guerra, agresiones y delitos de lesa humanidad, sino que descaradamente se ríen de cualquier tentativa de sentar la mano sobre quien se comporta de forma tan feroz y despiadada. Y lo mismo cabría decir de los líderes de Hamás, aunque el caudillo ha sido ejecutado mientras tanto.

Esta falta de eficacia no ha sido obstáculo para que el líder conservador Alberto Núñez Feijóo instara hace unos días al Gobierno a que denunciara al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ante la Corte Penal Internacional. No está de más, pero lo que puede esperarse de semejante iniciativa no es un resultado estimulante, sino más bien trámites y diligencias que se alargarán en el tiempo y con toda seguridad no castigarán esa dictadura como se merece.

Esa desconfianza nuestra no significa que esté sobrando un tribunal como este, pues en algunas ocasiones ha cosechado triunfos, si bien menores, que son de agradecer: contra militares y señores de la guerra en Uganda, antigua Yugoslavia o República Centroafricana, entre otros. Por principio, tampoco se deben abandonar actuaciones imprescindibles porque en el momento presente no se obtengan los frutos apetecidos. No es optimismo desangelado el pensar que hemos avanzado de forma considerable respecto a los siglos pretéritos y que se han fijado las bases que posibilitarán una acción más contundente en el futuro. El problema es que contemplamos esfuerzos muy arduos para los magros rendimientos que se obtienen.

Algo parecido cabría decir de la Organización de Naciones Unidas, surgida tras el terrible mazazo de la II Guerra Mundial. Se le ha encomendado una tarea prácticamente utópica, dada la escasa voluntad de los poderosos para someterse a una autoridad superior, pero no sólo ellos: también los débiles actúan sin control. Además, el derecho al veto del que disponen cinco potencias impide los acuerdos que podrían implantar orden en la tierra. Una situación descorazonadora, pese a que se debe seguir intentando traer concordia a un mundo que, a este paso, puede resquebrajarse.