«Hay madre mía del amor hermoso, ¿qué habré hecho yo para recibir tal castigo?». Así tal cual escuché en cierta ocasión una de aquellas noches que después de la cenar recorría parte de Mahón, a pie y a paso ligero. Aquella especie de lamento me acompañó durante mucho tiempo, hasta que un buen día, me topé con una señora mayor saliendo de la casa que tanto me había intrigado. Así de esa manera se inició una charla que a través del tiempo se convirtió y perdura en gran amistad.
Ayer la visité, menuda alegría le di al notificarle la noticia de que las cosas se iban a arreglar, me refiero a los alquileres de casas y demás, la pobre mujer con una pensión de viudedad que en otros tiempos como dice ella «cuando todos navegábamos» con la peseta se hubiera podido defender, más con el euro le resultaba imposible. Al fallecer su esposo heredó una pequeña barraca, tal como ella llama a una casita de aperos en medio del campo, en vida del mismo sembraba lo básico que hace falta en una cocina, y jamás faltó la sabrosa fruta, los árboles a pesar de tener muchos años respondían a los cuidados, en fin un auténtico vergel. La cuestión fue que mi amiga se preguntó qué hacer de aquel lugar tan idílico para el matrimonio.
No le faltaron pretendientes para alquilarlo, lo hizo a una pareja con cara de buena gente, sin niños ni perros, pero los lamentos de aquella noche eran debidos a que habían convertido la «barraca» en un puesto de cenas. La propietaria, ingenua y algo mayor se había enterado de que tenían la tierra y los arboles abandonados, llevaban cuatro meses sin pagar el alquiler, mientras tanto a la dueña le habían llegado los recibos de la luz y el agua. En fin un disgusto al que no encontraba salida.
Asesorada por unos y otros, decidió venderla, ahí surgió un nuevo disgusto, le resultó imposible, algunos la vieron desde lo alto de la pared de còdols, al no dejarles pasar, en nada coincidía a la explicación de la viuda, los árboles se habían secado, la tierra abandonada, tan solo habían construido una especie de porche a base de cañas y enredaderas con mesas y sillas, una especie de barbacoa y un montón de leños a buen seguro procedentes de los frutales.
Varios me han pedido que explique su decepción al alquilar su casa en el pueblo, porque no hay quien los eche y de hacerlo dejan la casa destrozada, vacía de enseres eléctricos y las sillas y puertas rotas en un rincón.