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«¡Tuvimos tanto tiempo para mirarnos y para hablarnos! Pero… ¡Ay, el celular!»
G. Francella

El uno de Diciembre, a las 21.00 horas, don Iluminado Comino Grande acudió a Urgencias del ‘Mateu Orfila’ aquejado de un aparente ataque cardiaco. Una doctora, doña Dolores Fernández, tranquilizó al paciente al diagnosticarle un mero episodio de ansiedad. Profesional, empática, Dolores le invitó a que intentara averiguar las causas de su malestar… Don Iluminado lo tuvo fácil, básicamente por su nombre. Durante la noche analizó lo vivido en las últimas horas: «He contestado a ciento dos whatsapps (la mayoría, idioteces). Y he olvidado besar al bebé. He acudido a una tienda de telefonía ya que el wifi me fallaba y, sin él, me sentía como desnudo. Mi ‘ex’ me ha bloqueado (¡la muy cerda!). En mi banco me han mirado con desprecio por pedir la renovación de mi cartilla; la compra efectuada por Internet se ha extraviado; me ha sido imposible reparar gratuitamente mi tele (’Lo siento –me ha espetado una sádica dependienta- pero su garantía ha caducado hace treinta segundos’)… Y he regresado a mi hogar al borde de un ataque de nervios», –concluyó–.

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¿Había tenido algún contacto mínimamente humano, tierno? Y, en ese momento, don Iluminado se percató de lo feliz que había sido cuando, de niño, en su hogar únicamente había un teléfono negro (estilo Bogart) colgado de la pared y una tele con dos canales, siendo él el mando a distancia: «¡Niño, ponme el UHF!»… No obstante, por las estancias –evocó– pululaban entonces el tiempo saboreado, los cantos de la madre, la charla vecinal, la quietud, la paz y la sencillez de una vida amable.

De ahí que don Comino Grande hizo honor a sus apellidos y decidió que le importarían, a partir de ese momento, un comino esas necesidades tecnológicas baldías que sutilmente le/os habían sido impuestas. Tras comunicárselo a sus colegas, se borró de WhatsApp y pasó a mantener conexión meramente telefónica con un viejo ‘Nokia’ (solo llamar y recibir llamadas). «¡Qué cojonudo el sonido de una voz comparado con un emoticono de mierda!» De sus contactos, le permanecieron fieles cuatro de ciento ochenta, pero así supo quién era cada cual. También se dio de baja de Internet ante la mirada atónita de una empleada: «¿Pero podrá vivir usted sin él?» Recuperó libros. Escuchó viejos discos de vinilo. Reconquistó miradas, caricias, encuentros personales. Rescató su exiliado vídeo e, ignorando sometidas teles manipuladoras y plataformas abrumadoras, se dedicó a reproducir clásicos. Visitó a quien llevaba años sin visitar. Reanudó sus compras en comercios…

Necesitó grandes dosis de heroísmo para lo hecho. Y recibió críticas de multitud de esclavos que no comprendían el milagro de su liberación. «Ha valido la pena» –se dijo-. Y un primero de Enero, don Iluminado se sorprendió al descubrirse cantando. Sus padres habían acertado con su nombre. Les dio las gracias desde la lejanía impuesta por la muerte. Y eso fue, casi, casi, una oración.
Cuentan que el dos de Enero, la doctora Dolores Fernández recibió un ramo de flores junto a una tarjeta en la que aparecía una única palabra: «¡Gracias!». Un ramo y un simbólico móvil hecho añicos…