En Es Castell se han sumado estos días al manido debate sobre la conservación de estatuas o nombres de calles y plazas que evocan a figuras históricas desprovistas de una trayectoria impecable, sin pasajes oscuros. Ya no se trata solo de cuestionar si deben mantenerse las que recuerdan a los dictadores que atentaron contra los derechos humanos, sino que hay que poner en entredicho a quienes emborronaron su relación de méritos con actuaciones reprobables.
Es el caso del rey emérito, figura indispensable de la transición española, de la dictadura a la democracia, y hoy convertido en un anciano vilipendiado por sus conocidos juegos de cama con todo tipo de señoras. Más allá de su apego a las rubias esculturales, Juan Carlos I ha saboteado su nombre y su reinado por la opacidad de su cuenta corriente, probablemente incrementada de forma generosa por las mordidas que acumuló durante sus cuarenta años como jefe de estado, también por los cargos al erario público de sus devaneos en el lecho.
El emérito tiene una plaza a su nombre en la población villacarlina que el PSOE de Es Castell ha intentado retirar argumentando el cambio experimentado en el espacio que ocupa ese enclave y, principalmente, por la poca ética del monarca en su agitada vida personal.
El rey no fue un dictador, ni atentó contra nadie. Se aprovechó de su condición con el silencio cómplice de demasiada gente que tenía cargos de responsabilidad para lucrarse. Pero prescindiendo de ese comportamiento inmoral es un personaje que desempeñó un rol trascendente en el progreso económico del país y en la recuperación de las libertades tras la muerte de Franco.
La historia acabará juzgándole por lo bueno que hizo aquellos años, por su discurso la noche del 23-F y por las puertas que abrió al empresariado español en el mundo. Son méritos suficientes para que las futuras generaciones tengan la oportunidad de saber quién fue y qué hizo el señor que da nombre a esa plaza.