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A veces nuestra mente produce, de forma espontánea, pequeños pensamientos fascistas. Vas en el coche, tienes prisa y te topas con un conductor que respeta escrupulosamente el límite de velocidad, que en esa zona de la ciudad es de 30 km/h. Al volante del torpedo se encuentra un señor que rondará los noventa años. Entonces deseas que se prohíba la conducción de vehículos a todas las personas que hayan rebasado los ochenta, con independencia de sus condiciones. No te paras a pensar que algún día, si hay suerte, alcanzarás esa edad y que, si sigue habiendo suerte, podrás conducir sin problema. Por no hablar de los ciclistas que te obligan a circular a 10 km/h durante dos kilómetros por una carretera de montaña. Ahí, directamente, sacarías el bazoca y chau al Indurain amateur.

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¡Hay tantos ejemplos! Alguien camina por la acera con un cigarrillo en la mano. Apurado el cigarro, el tipo en cuestión lo lanza al suelo. Entonces deseas agarrarlo de la nuca y hacerle recoger la colilla con la boca y lamer la acera de punta a punta, a ver si así aprende. No lo podemos controlar, esos pensamientos fascistas brotan de manera espontánea. Lo que ocurre es que hay quienes, una vez pasado el calentón, siguen con el lanzagranadas en la mano, el dedo ávido por apretar el gatillo.