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Los problemas de nuestra sociedad son abundantes y espinosos, pero no conviene echarle más leña al fuego y eso es precisamente lo que están haciendo algunos. Según encuestas de este año sobresale la congoja por la crisis económica, que engloba el aumento de los precios, el paro y la falta de calidad del empleo, a lo que se suma el malestar por la sanidad y las trabas de la vivienda. Lo que no aflora en los primeros puestos es una marcada inquietud por la situación política, como si las cuestiones anteriores no dependieran de las medidas que nuestros dirigentes les imprimen o el sesgo equivocado de sus decisiones.

Esa apatía, que no es difícil detectar, es lo que permite a nuestros dirigentes comportarse con una ligereza que cualquiera consideraría impropia, sobre todo al dirigirse a la ciudadanía. Ya hemos hablado de la abundancia de mentiras y falseamientos con que nos afligen, pero bien merece que nos detengamos en ello, sobre todo al comprobar que sus propaladores no experimentan el efecto demoledor con que deberíamos castigarles. Si no lo hacemos es porque tenemos la seguridad de que todos actúan de la misma manera. ¿Qué remedio nos queda, sino seguir votándoles, aunque tengamos la convicción de que nos han engañado y que no tendrán empacho en seguir haciéndolo?

Hace cinco años se llevó a cabo una encuesta para averiguar hasta qué punto estaban mintiendo una serie de alcaldes españoles y, en las siguientes elecciones municipales, se constató que quienes ocupaban los puestos más prominentes entre los embusteros habían logrado revalidar su título. ¿No es para descorazonarse? Al no recibir el castigo del electorado, sino su beneplácito, se sienten legitimados para continuar comportándose con similar desfachatez.     

Cuando la misma afirmación, por falsa que sea, se repite ante unos oyentes inocentes tenemos la sensación de que se dirigen a nosotros con la sinceridad por delante, que no nos están mintiendo (recuérdese esa frase atribuida al ministro nazi Joseph Goebbels: «Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad»), porque se produce lo que los psicólogos llaman «ilusión de verdad». Se lo tienen bien aprendido nuestros políticos, pero no solamente los nuestros, ya que la utilizan como un talismán los dirigentes de casi todo el mundo.

Solo hay que tener presente el uso desorbitado de un lenguaje fraudulento que hace Vladimir Putin para justificar sus malévolas acciones: esa imposición de tratar la invasión de ucrania con los términos ficticios que ha querido darles. Nada de guerra -el que la califica así puede ir a la cárcel-, sino «operación militar especial», procedimiento para la desnazificación, actuación antiterrorista o lucha contra los terroristas que han penetrado en territorio ruso. Las palabras no cambian la realidad, pero la enmascaran y al final quieres las utilizan arteramente pueden llevarnos a donde quieran, sin que seamos capaces de distinguir lo genuino de lo adulterado. ¿Y qué decir de Netanyahu, cuando le escuchamos explicar las acciones de sus tropas en sentido opuesto a lo que estamos contemplando?

Nunca nos libraremos del fingimiento, las tergiversaciones, el secretismo o las falsas promesas, pero si sabemos con certeza que un político actúa con este cinismo nuestra obligación es separarnos, rebelarnos. Si no lo hacemos nos estamos convirtiendo en cómplices de su bastardo comportamiento. Y las quejas estarán de más.