Lo último que habita en mí es un sentimiento de angustia. Me recomiendan una sesión de Reiki. Cuando llego, la chica que me va a sanar me da instrucciones de tumbarme sobre una camilla. Suena una musiquilla simpática que invade la atmósfera; cierro los ojos. Un ruido extraño me aparta del éxtasis de la música. Abro los ojos y veo que la chica está comiendo quinoa con kale y zanahoria cruda (comida de hospital, como diría mi amigo chef Sergio García). La chica me invita en un gesto más de amabilidad que de interés. —Traje el táper porque tenía hambre, ¿quieres? —Yo le corrijo y le digo que se dice fiambrera. Por su cara creo que eso no va a ayudarme en mi sesión de Reiki. Unos minutos después, en que creo que ya estábamos en la sesión propiamente dicha, y dado que no hay mucho traqueteo, o ninguno, mi mente se vio divagando a mil pensamientos por hora y, como combustible a quemar, la angustia, la dichosa angustia. Arranco en cursiva, que mola más.
La vida, últimamente, parece una interminable sesión de terapia. Comer bien, bailar en una fiesta, teletrabajar , publicar un reel en Instagram, plantar un pequeño huerto, dar un paseo por el monte, ver una película, hacer deporte, tener sexo o simplemente dormir. Todo, de alguna manera, se ha transformado en una forma de terapia. Es curioso. El término, antes reservado para algo tan específico y serio, ahora se ha extendido hasta cubrir cada rincón de nuestra vida diaria, como si cualquier cosa que hiciéramos pudiera salvarnos de algo. Pero claro, al expandirse tanto, el concepto se diluye, pierde sustancia. Como una taza de café que, al añadirle demasiada leche de avena, se vuelve otra cosa menos café.
La terapia, la verdadera terapia, es el tratamiento de una enfermedad, de una disfunción. Una intervención seria, bien pensada, dirigida a curar algo que está roto, algo que realmente necesita ser reparado. Y si no hay enfermedad, si no hay disfunción, entonces no hay nada que tratar. Así de simple. Quizá lo que sucede es que vivimos tan angustiados por la falta de tiempo, tan angustiados por llenarnos de estímulos, que hemos comenzado a pensar que algo nos falta.
2 Hay que decirlo, la terapia es algo que no debería tomarse a la ligera. Tiene su base en la ciencia, en años de investigación y estudio. Pensemos, por ejemplo, en Sigmund Freud y su psicoanálisis, en Carl Rogers y su enfoque centrado en la persona, o en Aaron Beck con su terapia cognitiva. Cada uno de estos modelos ha sido puesto a prueba, revisado y analizado. Son el resultado de un trabajo serio, riguroso, que va mucho más allá de cualquier moda pasajera o de las ideas rápidas de bienestar que circulan hoy en día.
En medio de esta seriedad, están por supuesto las llamadas «terapias alternativas», que, más que por su rigor, se distinguen por su capacidad de mutar y de adoptar nombres y métodos que suenan más a trucos de feria que a algo serio. Tenemos, por ejemplo, la sanación con cristales, que promete equilibrar las energías del cuerpo mediante piedras preciosas; la bioenergética, que sostiene que nuestras emociones se almacenan en los músculos; o el Reiki, que habla de canalizar energía universal a través de las manos (que de momento, no noto nah de nah).Y esto, sin mencionar ‘asolearse el ano’. Este acto fue promovido por el especialista en salud holística Troy Casey, quien asegura que este ‘baño solar’ trae grandes beneficios a sus practicantes, debido a que estimula el ingreso de vitamina D al cuerpo. La verdad es que la palestra de terapias tan serias hoy día es incontable. Casi que ya todos somos terapeutas apenas nos leemos dos libros, vemos tres vídeos y hacemos una formación de cuatro días.
A uno no puede dejar de sorprenderle lo fácil que parece ahora entregarse a cualquier cosa que se vista de ‘terapia’. Como si ponerse en manos de alguien, al azar, fuera un acto sin mayor consecuencia. Pero la realidad es que no es así. Sanar, realmente sanar, no es un juego. Es algo profundo, algo serio, que requiere de conocimiento y no debería verse frivolizado por una tendencia o el capricho de alguien.
La verdadera terapia es algo tan esencial como raro. En ella se confía lo más vulnerable que tenemos: nuestras mentes, nuestros pensamientos a mil por hora y nuestros sentimientos, nuestra angustia. Transformarla en otra etiqueta más, en una palabra vacía, es una traición a lo que realmente significa. O peor aún, es una traición a nosotros mismos. Porque cuando el mundo se vuelve demasiado ruidoso, tal vez lo único que necesitamos, en lugar de buscar más terapias, es aprender a estar en silencio. Me toca (se acaba la cursiva), la chica me toca y yo me exalté. Me pide perdón. Me largo de allí algo decepcionado. Pero, a la par, me percaté de algo. Lo cierto es que el haber tenido un rato para procesar todos esos pensamientos y después al volcarlos fuera de mí en este artículo me ha despojado un poco de esa angustia, que venía dada por cierta rabia quizás y precisamente por el desencuentro con lo de pretender que todo es terapéutico. Lo paradójico, y si lo piensas, es que ahora, sin quererlo, quizá te haya usado a ti en cierta manera como terapeuta.