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Ya estamos en época de las castañas y así va a seguir bien entrado el invierno. Para mí la castaña, asarla y comerla, es como hacer un crucigrama o sudoku pero mental y gustativo al mismo tiempo, despierta las neuronas y esa moviola que llevamos dentro para trasladarnos a tiempos algo lejanos, a esos desplazamientos en busca de esa castañera para comprarle un cucurucho de papel de periódico conteniendo una docena de tostadas castañas. Las castañeras solían aparecer en temporadas fijas y frías, como las golondrinas y las flores anunciado la primavera. Eran mayormente mujeres ataviadas con gruesas ropas, gorros de lana y bufanda al cuello, dejando asomando las primeras falanges de los dedos a través de unos agujeros para poder palpar mejor el producto.

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Ahora ya no se ven ni se encuentran probablemente expulsadas por nuestros nuevos hábitos y por los cambios climatológicos en los que los inviernos llevan tintes primaverales y es una lástima, porque las tradiciones sean del signo que sean suelen morir por su falta de interés y continuidad. Yo me hice hace tiempo con una sartén con orificios en la base y en la cual cada temporada las aso sobre las llamas de mi cocina llenándola de ese aroma tan característico. Los castañazos ya son otra cosa y aparecen por desgracia en cualquier estación, son esos mandobles que te dan o que das en plena carretera o practicando balconing desde lo alto de algún hotel    creyéndote, pobre iluso, que eres un halcón peregrino.