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François-René, vizconde de Chateaubriand, diplomático, político y escritor francés considerado el fundador del romanticismo que murió a mediados del siglo XIX, pronunció, entre sus muchas frases célebres, la que decía que las instituciones pasan por tres períodos: el del servicio, el de los privilegios y el del abuso, en relación a quienes las dirigen.

Tenemos demasiados ejemplos próximos para aceptar la certeza del pensamiento del que también fuera ministro de Exteriores, y al tiempo admirador de Bonaparte hasta que se enfrentó a él. Es por ello que la erótica del poder llega a transformar a tantos advenedizos que acceden a la política dispuestos a cambiar el mundo y acaban en los brazos del mejor postor. Sucede entonces que suman a los privilegios el abuso a los ciudadanos que les eligieron, mientras el servicio ya dormita en un plano residual o de menor importancia que la que tenía en el inicio.

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En ese camino muchos de ellos, no todos, atraviesan un recorrido con idénticas estaciones. Cuando son oposición se ofrecen, siempre solícitos, a verbalizar cualquier crítica por furibunda que sea, contra los errores de gestión que les puedan brindar los gobernantes de turno.

Es cuando exigen dimisiones, responsabilidades en las decisiones, transparencia, veracidad... o recurren a esa frase convertida en latiguillo general:«no todo vale en política», a sabiendas de que es más falsa que la que te decía el colega de juergas a las 4 de la mañana en un garito de copas: «una más y nos vamos».

Esos mismos, prestos y asequibles cuando eran requeridos al otro lado de la moqueta a la que habían aspirado, emprenden el proceso que les transforma en esquivos, huidizos incluso. El color del cristal con el que observan ya no es aquel diáfano que les permitía hablar con meridiana claridad y abordar cualquier cuestión que se les plantease. Ahora no necesitan significarse. Ya están donde querían.