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En el mismo diario digital encuentro dos titulares que, quizás, tengan algo que ver y expliquen de algún modo lo que está pasando con la vivienda. Uno dice: «Málaga, una ciudad cada vez más ajena: ‘Nuestro casero convirtió el piso en una vivienda turística para 13 personas’». El otro: «Viajar ya no está al alcance de todos los bolsillos: los hoteles disparan sus precios a más de 146 euros por noche». Todos vemos que viajar se ha convertido en una especie de obligación, un deseo generalizado. A ojos de muchas personas, si viajas te conviertes en un remedo de superhéroe y si no lo haces, en un pringado. Las redes sociales tienen un papel importante en este fenómeno y el encierro forzoso de la pandemia, también. El origen, sin embargo, está en la democratización del viaje que llegó con las compañías aéreas low cost. Gracias a ellas millones de personas de clase trabajadora que jamás habrían podido permitirse conocer lugares tan remotos como el sudeste asiático, hicieron su sueño realidad, porque allí el hospedaje y el resto de los gastos son baratos. Pero, ay, España se ha subido a la parra como destino turístico y los enclaves más demandados se han vuelto lujosos.

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Cualquier hotel en Madrid, Barcelona o Mallorca para un viajero español cuesta el triple que hace unos años. ¿Qué hacen, entonces? Buscar pisos turísticos, donde por el mismo precio de una habitación de hotel se meten seis u ocho personas. El hotelero llora por la competencia desleal, pero ellos son parte del problema y, además, dicen las malas lenguas que son los propietarios de muchos de esos pisos turísticos. Al final, el perjudicado es el que pretende alquilar o comprar un piso, porque hay pocos y a precio desorbitado.