TW

Se refería a ellas Lluís Foix en reciente reflexión, al conocerse la sacudida electoral de la extrema derecha alemana (AfD) en Turingia y Sajonia, aun matizando que tenían más valor simbólico que real. Pero constataba la reaparición del miedo, la intransigencia y el odio, «en una Europa cansada, desorientada, dividida y de malhumor» Y cuando se retrotraía a lo acontecido hace un siglo, nos recordaba que «la historia no se repite, pero envía señales inequívocas al presente».

No es el único en alertar. El profesor Ricardo Ruiz de la Serna en estas mismas páginas, nos recordaba la cínica denuncia de Hitler el 1 de septiembre de 1939 sobre «atrocidades polacas contra minorías alemanas», cuando quienes habían provocado el conocido incendio de la estación de radio de Gleiwitz el día anterior, eran sus propias SS. Pero justificó, ante la mirada perdida de otras potencias, la inmediata invasión de Polonia. La mentira se imponía a cualquier razón ética. Por supuesto las voces disonantes, acalladas. «La Alemania de Hitler -concluye el profesor- detestaba la inteligencia, pero sobre todo odiaba la independencia». El resto, hacía buena la sentencia de nuestro Fray Luis de León: «los pastores serán brutales, mientras las ovejas sean estúpidas».

Me detengo en el período entreguerras (1919-1939) por su influencia en nuestra vida política y social. Porque, aunque nos libramos de dos guerras mundiales -nunca pagaremos los esfuerzos de quienes las evitaron- sí vivimos durante el período una cruel guerra en Marruecos (1921-1923) y un anticipo de lo que sería la Segunda Mundial, con nuestra Guerra Civil (1936-1939). Y en estas dos décadas sufrimos un cambio de Régimen (1931) una Revolución social en Asturias (1934) y el estallido de una violencia social y antirreligiosa en 1936.

Creo que los políticos del período, responsables de millones de muertos y del dolor y destrucción incalculables de muchos más, no supieron prever lo que se les venía encima. Firmaron pactos irrealizables; miraron hacia otro lado cuando se invadían estados vecinos, para luego tener que asumir la invasión de su propio territorio. Se equivocaron si confiaron que el sistema de la Sociedad de Naciones nacido en 1919, podía evitar la guerra. Como los que ahora esperan que las actuales Naciones Unidas nacidas al final de la Segunda, pueden evitar los conflictos que vivimos. Los medios nos han informado puntualmente estos días sobre la situación en Ucrania, Palestina o El Líbano expuesta por sus actores principales en las sesiones de su 79ª Asamblea General. Pero las guerras continúan en aquellos territorios, incluso con caracteres más acentuados para conseguir mayor relevancia mediática.

Y hemos vuelto a escuchar propuestas de modificación de la Carta de San Francisco, que siempre chocan con el veto de alguno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad: quien propone incluir a Taiwán para garantizar la paz en el Indo Pacífico; quien como Macron, a India y Alemania además de dos países de África, que con una población de 1.280 millones de habitantes no está representada en ningún órgano del sistema; incluso defendió el presidente francés, una reducción del derecho de veto de los cinco miembros permanentes del C.S. Biden ya había propuesto hace dos años incluir a nuevos seis miembros en este Consejo con países de África, América Latina y Caribe. Y una Cumbre del Futuro desarrollada en el mismo Nueva York entre los días 22 y 24, «para forjar un nuevo consenso internacional sobre cómo lograr un mejor presente y salvaguardar el futuro, acelerando los esfuerzos para cumplir nuestros compromisos internacionales (bla, bla, bla)», no pasó de estas buenas intenciones.

Porque falta voluntad política para afrontar la reforma. Y saber encontrar mecanismos para imponer la paz, como los encontró en 1950 la Asamblea General en Corea (Resolución 377,«Unidos por la paz»); o como volvió a imponerla en Suez en 1956 por iniciativa de la entonces Yugoeslavia a pesar del veto de Francia y el Reino Unido; o finalmente como se impuso a la propia Serbia entre marzo y junio de 1999 en la última guerra de los Balcanes. ¡Es que ni siquiera osan imponer «pasillos humanitarios» apoyados en la abandonada doctrina del «deber de injerencia»!

Bien sé que no es sencillo. Pero seguir igual, año tras año, guerra tras guerra, no es la mejor solución. Bien sé que faltan líderes con fuerza moral y ética política para afrontar estas medidas. Pero ¿hay que esperar otra gran guerra para que emerjan otros Adenauer, Moret, Schuman o De Gaulle?

Los retos están ahí: fronteras indefinidas; migraciones incontroladas; terrorismos religiosos; desigual distribución de la riqueza; extracción salvaje de materias primas; destrucción del medio ambiente; hambre.

¿Se repetirá el mismo orden del día en la próxima 80ª Asamblea General de NN.UU. a pesar de estas señales inequívocas?

* Artículo publicado en «La Razón» el jueves 3 de octubre de 2024.