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Eusebio Lafuente, en su edición de la epístola del obispo Severo (418), con esmerado trabajo científico, refiere explícitamente todas las publicaciones anteriores del documento, en castellano y en catalán; y, finalmente, destaca que, en 1937, Gabriel Seguí Vidal publicó la obra «La Carta-Encíclica del obispo Severo». Estudio crítico de su autenticidad e integridad, con un bosquejo histórico del cristianismo balear anterior al siglo VIII.

En el primer apartado del Estudio preliminar (pp. 11-19), Lafuente expone, con precisión, las circunstancias históricas y ocasionales, que precedieron y motivaron la Carta del obispo Severo. En el año 415 había prendido en Galicia la herejía del Priscilianismo y Paulo Orosio sale de Braga para ir a visitar a San Agustín, obispo de Hipona, y pedirle consejos, así como enseñanzas para combatir dicha herejía, y aquel le aconsejó fuera a visitar a San Jerónimo, que residía en Belén, para recibir así mayor formación al respecto.

En aquel año 415, justamente se descubre en Jerusalén el cuerpo de San Esteban, protomártir cristiano. Orosio se encontró allí a un amigo, quien le proporciona reliquias del santo para que las lleve a Braga, acompañando una carta dirigida a la cristiandad, de un tal Luciano, descubridor de las reliquias del santo.

A principios de 416, Orosio sale de Tierra Santa y después se detiene en África para entregar unas cartas de San Jerónimo y de otros obispos a San Agustín; llega a Mahón a principios de 417; aquí, interrumpe su viaje de retorno a Galicia y regresa al Norte de África, con las reliquias y la Carta de Luciano. Las causas de la vuelta a África las aclarará Severo en su Carta.

Mahón formaba parte de la ruta para ir a Tarragona, o a Barcelona, e integrarse en las calzadas romanas conductoras a Galicia; pero ocurrió que, avisado Orosio de que dichas calzadas habían dejado de ser seguras, desistió retornar a su tierra de procedencia.

Los efectos religiosos de la presencia de las reliquias en Menorca avivaron la fe de los cristianos menorquines con el obispo Severo a la cabeza. La principal consecuencia histórica, es haber servido de catalizador para que se realizara pacíficamente la fusión de la colonia judía con la comunidad cristiana por pura y simple absorción, mediante un proceso de conversiones del judaísmo al catolicismo.

Lafuente otorga pruebas irrefutables de autenticidad de la Carta del obispo Severo, extremo que, con otros argumentos, recientemente también expresa el historiador eclesiástico Amengual («La Circular del Bisbe Sever de Menorca…», IME, 2018). Lafuente expone y valora categóricamente los cinco códices que contienen la Carta-Encíclica, otorgando especial distinción al Códice Palatino, extremo que, treinta y siete años después, Amengual es también coincidente, igual que respecto a otros puntos esenciales del documento.

Comentando la Carta, en su estudio preliminar, Lafuente señala que la capital religiosa de la Isla era Ciudadela (Iamona); y Mahón (Magona), la capital civil, que, califica, conforme el texto de Severo, de «municipium». Los judíos residían en Mahón; y ninguno en Ciudadela. Los cargos municipales más importantes en Mahón los ejercía un judío; y no sólo con el apoyo hebreo, sino también con el de los cristianos, que también los había en Mahón.

La población de Ciutadella vivía del sector agrario, conectado con Mallorca; en cambio en Mahón, el tráfico mercantil marítimo era predominante. El comercio marítimo siempre fue muy atractivo para los judíos, actividad que siempre facilitó el puerto de Mahón, dando viabilidad a las relaciones comerciales internacionales, que pretendían y realizaban los hebreos. Eran dos economías complementarias.

En Ciudadela, según la Carta de Severo, la sociedad, más tradicional, disponía de bienestar; pero la riqueza se encontraba más en los negocios de los judíos. Severo era el obispo ordinario y residía en Ciudadela y tenía jurisdicción eclesiástica sobre Mahón. La diócesis menorquina entonces era independiente.

La Carta nos habla de la existencia de monjes (varias veces), sin indicar de que orden, aunque, con buen sentido, Lafuente considera eran agustinos, «cuya influencia irradiaba desde Hipona por todo el orbe cristiano, con mayor razón sobre nuestra isla por las relaciones entre Menorca y el Norte de África» (Lafuente, P. 14); se refiere a las relaciones entre la iglesia de Menorca con la de Cartago; pero sabemos que, entre ambas culturas y bases sociales, los contactos eran históricamente activos.

Hernández Sanz conviene que ya los agustinos, o bien otros monjes, según refiere el obispo Severo, establecidos en Menorca durante la decadencia de Roma, concibieron transformar la fortaleza o castro romano defensivo en templo dedicado a Santa Águeda, dando así origen al vocablo sarraceno Sen Agaiz o Sent Agayz, que sería un topónimo mozárabe, un nombre anterior a la islamización de Menorca (Compendio, 1908, 108). Las basílicas paleocristianas justifican también la presencia del topónimo cristiano, aunque se construyeran cincuenta años más tarde respecto a la carta de Severo. Josep Amengual converge con similar apreciación.

Por otro lado, está documentado que en los siglos X-XI, la dinastía musulmana de Denia confirmaba a Gilbert, obispo de Barcelona, su jurisdicción sobre las iglesias de Baleares, lo cual justifica, que el culto de Santa Águeda tiene arraigo secular en Menorca, probablemente preislámico.