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Desde que se destapó el caso de la manada de Pamplona -un año después se produjo el escándalo de Harvey Weinstein, que provocó el movimiento MeToo-, han pasado ocho años. En este tiempo prácticamente no ha habido una semana en la que no revelara la prensa alguna barbaridad relacionada con abusos sexuales. Ahora tenemos en el candelero la macroviolación de la mujer francesa, el futbolista valenciano -otro más- y, oh sorpresa, las acusaciones de varias empleadas contra el que fuera magnate Mohamed Al Fayed. Entre que escribo esto y se publica habrán aparecido nuevos episodios de esa cadena interminable de violencia machista. Ya no me sorprende descubrir que en Alemania han creado plazas de aparcamiento exclusivas para mujeres, situadas en las áreas mejor iluminadas y más cerca de las entradas y salidas, rodeadas de cámaras.

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Todo para evitar en la medida de lo posible que se produzcan agresiones cuando una hembra anda sola. Ya hace mucho que en Japón instalaron vagones de tren solo para ellas. Es posible que a las autoridades les parezca que esto ayuda, y en parte así es. Pero ¿no se plantean qué está pasando? ¿Por qué una mujer debe ponerse siempre en el papel de víctima potencial? ¿Por qué parece que vive rodeada de delincuentes? A raíz de esta atmósfera venenosa ha nacido el movimiento de protesta #notallmen, que intenta hacernos creer que todavía quedan hombres buenos. Los hay, sin duda. Pero ¿cuántos? Porque cuando hablas con mujeres, casi el cien por cien revelan abusos en algún momento de su vida. De todos los hombres que conozco quizá media docena se salvan del estereotipo de cerdo que solo piensa en el sexo. Y ahí englobo a heteros y a homosexuales, incluso a curas y ancianos.