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En los colegios de mi infancia -«Una tarde parda y fría/de invierno. Los colegiales/estudian. Monotonía/de lluvia tras los cristales»-, se seguía dando una enorme importancia a la historia de Roma. Aquello tenía sus ventajas. Se familiarizaba uno con el origen de muchas de nuestras instituciones, de muchos de nuestros términos técnicos y jurídicos y con la visión completa de una sociedad que, atravesando tres de los grandes sistemas políticos, nacía, crecía y llegaba a arañar los cielos imperiales para, luego, precipitarse en una agónica «decadencia y caída» completa y final. No estaba tan mal.
Observo, en mis conversaciones con jóvenes, que esto ya no es así. El tema de la antigüedad parece haberse convertido en materia reservada para unos especialistas a los que, por lo visto, les divierte especialmente el desdecirse unos a otros y gozan de manera agudísima cuando se pone en duda la existencia real de personajes como Julio César. Desde luego, no recomiendo a estos la lectura de este articulito de pretensiones meramente divulgativas.

Entre todos aquellos follones de sabinos, etruscos y samnitas; de senadores, dictadores y tribunos; de conquistas de las Galias y guerras civiles; destacaban las guerras púnicas por su épica y su poética; y entre estas, la segunda, con la brillante cabalgada de Aníbal Barca y su ejército multicultural desde Sagunto hasta las mismísimas puertas de Roma. La visión de unos belicosos elefantes cruzando los Alpes, constituía, sin duda, todo un motivo de alborozo en aquellas largas tardes de tedio infantil.
Púnico es sinónimo de Cartaginés y se debe a la forma latina del griego phoinix o phoeniki –los rojos, los púrpuras- con que se denominaba a los fenicios como los grandes productores y comerciantes del tinte de ese color. También derivan de ahí, por cierto, las palabras como fónico o fonía, ya que los griegos eran muy conscientes de que su «phonikea», su alfabeto, procedía del fenicio. Son púnicos, digamos, los fenicios occidentales que fundaron según la leyenda su «ciudad nueva», Cartago, con la reina Dido, al tiempo que el troyano Eneas sentaba las bases del futuro establecimiento de Roma.
Pero volvamos a la parte interesante de las guerras púnicas, porque es ahí donde se encuentra la fundación del Portus Magonicus y el origen del nombre de nuestra ciudad. Magón Barca era el hermano pequeño de Aníbal y participó con brillantez en la gran correría por la bota italiana. Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas: las victorias de los púnicos se sucedieron una tras otra dejando a Roma indefensa frente al ejército invasor. Aníbal, sin máquinas de asedio y sin líneas de apoyo, decidió continuar hacia Capua; dejó, eso sí, la frase «Aníbal ad portas» como la expresión de situación desesperada frente a un enemigo invencible.

No le siguió hasta ahí su hermano Magón. Encargado de presentar los sacos de anillos de enemigos muertos en batalla al senado cartaginés, fue enviado por este a Hispania donde, tras participar en las victorias sobre los Escipiones mayores, organizó un gran campamento de reclutamiento para enviar refuerzos a su hermano en Italia. Eligió como asentamiento, ni más ni menos, que el acantilado de nuestro puerto y debió empezar su tarea enrolando a los pobladores del vecino Trepucó. Pasó aquí varios años, hasta que el 204 a.C. se embarcó junto a sus tropas hacia la península italiana, hacia la derrota y la muerte. Su campamento perduró, hasta convertirse en una ciudad, eso sí, romana.

En la siguiente guerra púnica, la última, la fiereza de los romanos vencedores, excitados por el «Delenda est Chartago» de Catón, llegó hasta la siembra de sal en las ruinas de la capital cartaginesa para que jamás pudiera reconstruirse. Barrieron con todo. Por supuesto, también las bibliotecas púnicas fueron víctimas de su furor. Pero decidieron conservar para su traducción el «Tratado de Magón», interesante obra sobre agricultura que sería ampliamente citada por Plinio, Cicerón o Columela y que comienza diciendo que «Aquel que quiera vivir en el campo debe comenzar vendiendo su casa en la ciudad». Las continuas referencias militares en su obra y su atenta observación de la cría del ganado equino han conducido a muchos a relacionar este Magón con nuestro general de la caballería númida, lo que lo hace aún más interesante.

Gustave Flaubert, el autor de «Salambó», la novela sobre una ficticia hermana de los Barca, termina uno de sus cuentos más fascinantes y evocadores reconociendo humildemente que «Esta es la historia aproximadamente tal como se ve en una vidriera de la iglesia de mi pueblo». Y esta es la función que cumpliría el obelisco que se propone erigir, por suscripción pública, en nuestra ciudad en recuerdo de Magón. Pues no estaría mal.