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Sin saberlo, pertenecen a una ONG no reconocida por el Estado. Sin ella, este sucumbiría como castillo de naipes. Son legión. Algunos, incluso, para ayudar, han tenido que renunciar a sus «Ducados» para tornar a esos baratos cigarrillos de hebra pegada. Y lo hacen –amar– a escondidas, como los héroes que jamás se jactan del valor ejercido. Algún que otro día han tenido que prescindir, incluso, de su cafetito mañanero, ese que iluminaba el día recién parido y que les permitía hacerse acreedores de la lectura de un diario. Por ende, ese euro con veinte les posibilitaba hablar con el camarero de turno para recibir de él un gratificante «¿Cómo va eso, don Julián?». Aunque muchos no se llaman Julián. ¡Joder, cuánta falta les hace a esos voluntarios de la caridad, ni sustentada ni socorrida, esa tacita que aguardan durante las noches de inmortal insomnio!    Cobijan, en sus hogares, a «desahuciados de vivienda y empleo» y cuidan, incluso, de los hijos de estos. Usted les conoce. Pero para la sociedad constituyen como una compresa que se utiliza y luego se tira. El egoísmo les explota, sin que importe esa cojera (que hace tan difícil    su movilidad) o esa enfermedad, cualquier enfermedad. Y, cuando dejan de ser necesarios, llega la ingratitud y el olvido que oscurecen    sus últimos días...

Muchos voluntarios de esa ONG inclusive tendrán miedo de abrir su frigorífico, no vaya a ser que no tengan con qué alimentar a sus «acogidos». Puede que Andrés o X, ante esa tesitura, opten por no comprarse esas zapatillas (¡que tanto necesitan!), las más baratas, esas de cuadros que calientan pies envejecidos o esa bata, de igual tela, la de toda la vida. A cuadros, igualmente, como la de Paco Martínez Soria que lograba hacer reír a una España de posguerra, de odios soterrados y de hambre.

Besan a sus «usuarios»… Incluso osan, en ocasiones, preguntarles cómo les va. Y los «invitados» responden con una especie de inmisericorde rugido inhumano que se desharía, sin esa ONG, como fálico calimocho –¡jodido feminismo de diseño!– en sudorosa tarde estival…

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Y rozan incluso la santidad cuando, cojitrancos, acompañan, mañana y tarde, a los hijos de sus «huéspedes» a ese «cole» para ellos tan lejano…

Hasta que un día se mueren, más o menos como morirá cada hijo de vecino. Y los «usuarios» de sus servicios se mudarán en buitres en busca de objetos valiosos impensables que no hallarán en los domicilios de sus protectores. Lo que sí encontrarán será unas viejas zapatillas y una ajada bata de franela… Y no sabrán nunca de esos cafés no saboreados, ni de esos diarios no leídos, ni de esos saludos tabernarios no dados… Puede que entonces –siempre llegamos tarde– los egoístas «beneficiarios» de sus servicios se percaten de lo mucho que hicieron esos voluntarios por ellos. Cuando el perdón se muda ya en quimera y el recuerdo –cuando se da– en doliente suplicio…

Por no tener (salvo brillantes y numerosas excepciones) no tendrán ni un pequeño homenaje, ni el amor y reconocimiento de sus hijos. Son… son muchos abuelos y abuelas de España, a quienes, modestamente, les dedicas hoy este artículo. Chapeau!